La cartuja de Parma - Stendhal
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.
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Fácil es imaginar el vivísimo dolor que la pesadumbre <strong>de</strong> su amado llevó al alma <strong>de</strong> Clelia; dolor<br />
tanto más profundo cuanto que se daba cuenta <strong>de</strong> que tenía razón en cierto modo. Llegó a pensar si no<br />
<strong>de</strong>biera acaso ella procurar la ruptura <strong>de</strong> su voto. Entonces podría recibir a Fabricio <strong>de</strong> día, como a<br />
cualquier otro personaje <strong>de</strong> la sociedad, y su reputación <strong>de</strong> juiciosa era <strong>de</strong>masiado firme para que nadie<br />
hablara más <strong>de</strong> semejante trato. Se <strong>de</strong>cía que con mucho dinero podría conseguir la dispensa <strong>de</strong>l voto,<br />
pero se daba también cuenta <strong>de</strong> que un arreglo completamente mundano como éste no tranquilizaría su<br />
conciencia, y acaso el cielo, irritado, la castigara por el nuevo pecado.<br />
Por otra parte, si consentía en ce<strong>de</strong>r al <strong>de</strong>seo tan natural <strong>de</strong> Fabricio, si trataba <strong>de</strong> evitar el<br />
sufrimiento <strong>de</strong> aquella alma tierna que ella conocía tan bien y cuya tranquilidad era tan extrañamente<br />
turbada por su singular voto, ¿cómo iba a ser posible raptar al hijo único <strong>de</strong> uno <strong>de</strong> los más gran<strong>de</strong>s<br />
señores <strong>de</strong> Italia sin que se <strong>de</strong>scubriera el frau<strong>de</strong>? El marqués Crescenzi prodigaría cantida<strong>de</strong>s enormes,<br />
se pondría él mismo al frente <strong>de</strong> los inquiridores, y tar<strong>de</strong> o temprano se <strong>de</strong>scubriría el secuestro. Sólo<br />
había un medio <strong>de</strong> evitar este peligro: enviar el niño lejos, a Edimburgo, por ejemplo, o a París; pero a<br />
esto no podía <strong>de</strong>cidirse el cariño <strong>de</strong> una madre. El otro medio propuesto por Fabricio, y en realidad el<br />
más razonable, tenía algo <strong>de</strong> augurio siniestro y <strong>de</strong> algo todavía casi más horrible para aquella madre<br />
enamorada. Era preciso, según Fabricio, fingir una enfermedad; el niño iría empeorando, y por fin<br />
moriría durante una ausencia <strong>de</strong>l marqués Crescenzi.<br />
<strong>La</strong> repugnancia <strong>de</strong> Clelia, que era verda<strong>de</strong>ro terror, dio lugar a una ruptura, mas poco dura<strong>de</strong>ra.<br />
Clelia objetaba que no había que tentar a Dios; que aquel hijo tan querido era el fruto <strong>de</strong> un pecado, y<br />
que si irritaban más aún la cólera <strong>de</strong>l cielo, Dios le llamaría seguramente a Sí. Fabricio tornaba a hablar<br />
<strong>de</strong> la singularidad <strong>de</strong> su <strong>de</strong>stino:<br />
—El estado que el Señor me ha impuesto —<strong>de</strong>cía a Clelia— y mi amor me obligan a una soledad<br />
eterna; no puedo, como la mayor parte <strong>de</strong> mis cofra<strong>de</strong>s, gozar las dulzuras <strong>de</strong> una compañía íntima, puesto<br />
que no quiere recibirme más que en la oscuridad, lo que reduce a instantes, por <strong>de</strong>cirlo así, la parte <strong>de</strong> mi<br />
vida que puedo pasar a su lado.<br />
Corrieron abundantes las lágrimas. Clelia cayó enferma; pero amaba <strong>de</strong>masiado a Fabricio para<br />
perseverar en negarse al sacrificio que le pedía su amado. En apariencia, Sandrino enfermó; el marqués<br />
se apresuró a llamar a los médicos más célebres, y Clelia se encontró ante un terrible inconveniente que<br />
no había previsto: había que impedir que aquel hijo adorado tomara ninguno <strong>de</strong> los remedios recetados<br />
por los médicos, y la cosa no era fácil.<br />
El niño, retenido en la cama más <strong>de</strong> lo que convenía a su salud, enfermó <strong>de</strong> verdad. ¿Cómo <strong>de</strong>cir al<br />
médico la causa <strong>de</strong> aquel mal? Desgarrada por dos intereses contrarios y tan caros, Clelia estuvo a punto<br />
<strong>de</strong> per<strong>de</strong>r la razón. ¿Había que consentir en una curación aparente y sacrificar así todo el fruto <strong>de</strong> una<br />
farsa tan larga y tan penosa? Fabricio, por su parte, no podía ni perdonarse la violencia que ejercía sobre<br />
el corazón <strong>de</strong> su amiga ni renunciar a su proyecto. Había encontrado el medio <strong>de</strong> ser introducido todas<br />
las noches en el cuarto <strong>de</strong>l niño enfermo, y ello daba lugar a otra complicación. <strong>La</strong> marquesa acudía a<br />
cuidar a su hijo, y a veces Fabricio no podía menos <strong>de</strong> verla a la claridad <strong>de</strong> las bujías, lo que al pobre<br />
corazón enfermo <strong>de</strong> Clelia le parecía un horrible pecado y un presagio <strong>de</strong> la muerte <strong>de</strong> Sandrino [3] . En<br />
vano los casuistas más célebres, consultados sobre la obediencia a un voto en el caso <strong>de</strong> que su<br />
cumplimiento fuese evi<strong>de</strong>ntemente dañoso habían dictaminado que la ruptura <strong>de</strong> un voto podía no ser<br />
pecado mientras la persona ligada por una promesa a la Divinidad se abstuviera <strong>de</strong> cumplirlo no por un