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La cartuja de Parma - Stendhal

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

HENRI BEYLE, STENDHAL (Grenoble, 1783 - París, 1842), fue uno de los escritores franceses más influyentes del siglo XIX. Abandonó su casa natal a los dieciséis años y poco después se alistó en el ejército de Napoleón, con el que recorrió Alemania, Austria y Rusia. Su actividad literaria más influyente comenzó tras la caída del imperio napoleónico: en 1830 publicó Rojo y negro, y en 1839 La Cartuja de Parma. Entre sus obras también destacan sus escritos autobiográficos, Vida de Henry Brulard y Recuerdos de egotismo. Tras ser cónsul en Trieste y Civitavecchia, en 1841 regresó a París, donde murió un año más tarde.

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sobre la serenata: temió ser incorrecto.<br />

Clelia tenía gran<strong>de</strong>s motivos para estar triste: se trataba <strong>de</strong> una serenata <strong>de</strong>dicada a ella por el<br />

marqués Crescenzi, y una <strong>de</strong>mostración tan pública era en cierto modo el anuncio oficial <strong>de</strong> la boda.<br />

Hasta el día mismo <strong>de</strong> la serenata, y hasta las nueve <strong>de</strong> la noche, Clelia había opuesto la más airosa<br />

resistencia, pero tuvo la flaqueza <strong>de</strong> ce<strong>de</strong>r a la amenaza, con que la conminó su padre, <strong>de</strong> mandarla<br />

inmediatamente a un convento.<br />

«¡Y no he <strong>de</strong> volver a verle! —exclamó llorando. En vano su razón añadió—: No he <strong>de</strong> volver a ver<br />

a esa criatura que será <strong>de</strong> todos modos causa <strong>de</strong> mi <strong>de</strong>sdicha; no he <strong>de</strong> ver más a ese hombre frívolo<br />

amante <strong>de</strong> la duquesa, que ha tenido otras diez en Nápoles y las ha traicionado a todas; no he <strong>de</strong> ver más<br />

a ese joven ambicioso que, si sobrevive a la sentencia que pesa sobre él, va a recibir las sagradas<br />

ór<strong>de</strong>nes. Sería un pecado por mi parte seguir mirándole cuando esté fuera <strong>de</strong> esta ciuda<strong>de</strong>la, y su<br />

inconstancia natural me evitará la tentación <strong>de</strong> hacerlo; porque, ¿qué soy yo para él?: sólo un pretexto<br />

para pasar menos aburridas unas horas <strong>de</strong> sus días <strong>de</strong> cautiverio.»<br />

En medio <strong>de</strong> todas estas injurias, Clelia recordó la sonrisa con que miraba a los gendarmes <strong>de</strong> su<br />

escolta cuando salía <strong>de</strong>l cuerpo <strong>de</strong> guardia para subir a la torre Farnesio. Se le inundaron <strong>de</strong> lágrimas los<br />

ojos: «¡Qué no haré yo por ti, querido mío! Serás mi perdición, lo sé, ése es mi <strong>de</strong>stino; yo misma me<br />

pierdo <strong>de</strong> una manera atroz asistiendo esta noche a esa horrible serenata; pero mañana, a mediodía,<br />

volveré a ver tus ojos».<br />

Fue precisamente al día siguiente <strong>de</strong> aquel día en que Clelia había hecho tan gran<strong>de</strong>s sacrificios al<br />

joven cautivo, al que amaba con tan viva pasión; fue al día siguiente <strong>de</strong> aquel día en que, viendo todos<br />

sus <strong>de</strong>fectos, le hizo el sacrificio <strong>de</strong> su vida, cuando Fabricio se sintió <strong>de</strong>sesperado por su frialdad. Si,<br />

aun no empleando más que el lenguaje <strong>de</strong> señas, tan imperfecto, hubiera ejercido la menor presión sobre<br />

el alma <strong>de</strong> Clelia, probablemente ésta no habría podido retener las lágrimas, y Fabricio habría<br />

conseguido la confesión <strong>de</strong> todo lo que por él sentía; pero carecía <strong>de</strong> audacia: tenía <strong>de</strong>masiado miedo <strong>de</strong><br />

ofen<strong>de</strong>r a Clelia, que podía castigarle con una pena <strong>de</strong>masiado severa. En otras palabras, Fabricio no<br />

tenía ninguna experiencia <strong>de</strong>l género <strong>de</strong> emociones que da una mujer amada; era una sensación que no<br />

había experimentado nunca, ni siquiera en su más débil matiz. Necesitó ocho días, <strong>de</strong>spués <strong>de</strong> aquel <strong>de</strong> la<br />

serenata, para volver con Clelia al pie habitual <strong>de</strong> la buena amistad. <strong>La</strong> pobre muchacha se armaba <strong>de</strong><br />

severidad, muriéndose <strong>de</strong> miedo <strong>de</strong> traicionarse, y a Fabricio le parecía que sus relaciones con ella iban<br />

cada día peor.<br />

Un día, y hacía ya cerca <strong>de</strong> tres meses que Fabricio estaba preso sin haber tenido ninguna<br />

comunicación con el exterior, sin sentirse, no obstante, <strong>de</strong>sgraciado; un día Grillo permaneció hasta muy<br />

entrada la mañana en su celda; Fabricio no sabía cómo alejarle y estaba <strong>de</strong>sesperado; habían dado ya las<br />

doce y media cuando pudo abrir las dos pequeñas trampas <strong>de</strong> un pie <strong>de</strong> altura que había practicado en la<br />

fatal mampara.<br />

Clelia estaba <strong>de</strong> pie en la ventana <strong>de</strong> los pájaros, con los ojos fijos en la <strong>de</strong> Fabricio; sus rasgos<br />

contraídos expresaban la más violenta <strong>de</strong>sesperación. Apenas vio a Fabricio le hizo seña <strong>de</strong> que todo<br />

estaba perdido; se precipitó al piano y fingiendo cantar un recitado <strong>de</strong> ópera por entonces en moda, le<br />

dijo en frases interrumpidas por la <strong>de</strong>sesperación y por el temor <strong>de</strong> que la entendieran los centinelas que<br />

se paseaban bajo la ventana:<br />

—¡Dios mío!, ¿está todavía vivo? ¡Cuántas gracias doy al Cielo! Barbone, aquel carcelero cuya<br />

insolencia castigó el día <strong>de</strong> su entrada aquí, había <strong>de</strong>saparecido, ya no estaba en la ciuda<strong>de</strong>la; anteayer

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