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Lipovetsky_La_pantalla_global

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talla. <strong>La</strong>s primeras obras están organizadas según el modelo épico<br />

fundador: Griffith, Gance, Einsenstein heroifican lo que tocan.<br />

El primero con El nacimiento de una nación, ambientada en<br />

la guerra de Secesión estadounidense; el segundo, entre el mudo<br />

y el sonoro, con un Napoleón nacido de los ideales de la Revolución;<br />

el tercero, con Octubre, Alexander Nevski e Iván el Terrible,<br />

deja ver el pedestal de la Rusia eterna por detrás del estrépito<br />

de la revolución comunista. Luego, tras nacer de la epopeya,<br />

viene el tiempo de la novela -epopeya en prosa, como se la llamaba<br />

en el siglo XVII-, que humaniza al héroe. El cine moderno<br />

ha seguido esta evolución: el género histórico, sin renegar en<br />

ningún momento de su dimensión épica y espectacular, humaniza<br />

igualmente a sus personajes. Pero se trata siempre de grandes<br />

figuras y, cuando no lo son, acaban siéndolo por la grandeza<br />

del acontecimiento que las heroifica: los pobres del bosque de<br />

Sherwood adquieren un perfil legendario desde la película de<br />

Alian Dwann (de 1922), preludio de innumerables remakes, sobre<br />

su cabecilla, Robin de los bosques, justiciero más heroico aún<br />

que el fogoso Ricardo Corazón de León. Y <strong>La</strong>s cruces de madera,<br />

vistas por Raymond Bernard en 1931 según la novela de Roland<br />

Dorgelés, nos retratan a aquellos pobres soldados de la Primera<br />

Guerra Mundial, empantanados en las trincheras, entre el<br />

lodo, los piojos y la muerte, y cuyo sacrificio los convierte en héroes<br />

anónimos que entran en la memoria colectiva, a semejanza<br />

del soldado desconocido. Se enganchan así a la larga cadena<br />

que, de Juana de Arco a Du Guesclin, de Luis XI al Rey Sol, de<br />

Madame de Pompadour a María Antonieta, teje una historia<br />

por la gloria nacional.<br />

Los primeros disparos de aviso, capaces de sacudir la imaginería<br />

gloriosa y aturdir la buena conciencia, no encuentran —y<br />

no deja de ser relevador- repercusión suficiente para agrietar el<br />

monolítico edificio, histórico y cinematográfico. Aunque un visionario<br />

como Kubrick invite en 1957, con Senderos de gloria, a<br />

abandonar la calzada real de la mitificación para tomar los cami-<br />

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