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La Inteligencia Emocional - Daniel Goleman

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contemporánea Los programas educativos concebidos para la prevención de un

problema concreto —como, por ejemplo, el abuso de drogas, los embarazos

juveniles o la violencia— han proliferado en la última década, creando una

míniindustría dentro del mercado educativo. Pero la mayor parte de estos

programas, incluyendo los más hábilmente promocionados y difundidos, han

demostrado ser completamente ineficaces, e incluso hay algunos de ellos que,

para desazón de los educadores, parecen agravar los mismos problemas para los

que fueron destinados.

La información no es suficiente

En este sentido, un caso sumamente ilustrativo es el abuso sexual de los

menores. Hasta el año 1993 se registraron anualmente cerca de doscientos mil

casos probados en los Estados Unidos, con un incremento anual de

aproximadamente el 10%. Pero, si bien las estimaciones varían

considerablemente, la mayor parte de los expertos coinciden en afirmar que

entre el 20 y el 30% de las chicas y cerca de la mitad de esa cifra de los chicos

(porque las cifras varian en función, entre otros factores, de la definición que se

dé del abuso sexual) han sufrido algún tipo de abuso sexual antes de los diecisiete

años. No existe un perfil claro que permita definir al niño vulnerable al abuso

sexual, pero la mayoría de ellos se sienten desprotegídos, incapaces de resistir

por sí solos y aislados por lo que les ha sucedido.

A la vista de estos peligros son muchas las escuelas que han comenzado a

ofrecer programas de prevención de los abusos sexuales. Casi todos estos

programas se limitan a ofrecer una escueta información sobre el abuso sexual,

enseñando a los muchachos, por ejemplo, a apreciar la diferencia entre las

caricias y los tocamientos, alertándoles de los peligros implicados y animándoles

a contar los hechos a un adulto si algo les ocurre. Pero una investigación realizada

a nivel nacional con dos mil niños descubrió que este adiestramiento no servía

prácticamente de nada —o incluso empeoraba la situación— a la hora de ay udar

a que los niños hicieran algo para impedir convertirse en victimas, ya fuera a

manos de un gamberro escolar o de un posible pederasta. Mucho más grave

resulta el hecho de que los niños que habían pasado por estos programas y habían

sufrido algún tipo de abuso sexual se mostraban la mitad de motivados para

denunciarlo posteriormente que quienes no habían pasado por ningún programa.

Por el contrario, los niños que se habían beneficiado de un programa más

global —un programa que incluía el entrenamiento en habilidades emocionales y

sociales— estaban en mejores condiciones para protegerse y respondían de una

manera mucho más decidida, exigiendo que se les dejara en paz, gritando,

peleando, amenazando con contarlo o, en último extremo, llegando a denunciar

el caso si algo malo les ocurría. Este último recurso —denunciar el abuso— suele

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