Libro Blanco del título de grado en Arquitectura - Aneca

ESTUDIOS DE GRADO EN ARQUITECTURA 385
Madrid), Luis Lacasa, que lo hizo en 1922, o Rafael Bergamín y Luis Blanco Soler, cuyos primeros
artículos aparecieron allí en 1924. En las escuelas, estos cambios interesaron mucho a algunos
alumnos y muy poco a casi ningún profesor. Aunque son muchas las causas del escaso apego a las
innovaciones y la persistencia en los sistemas pedagógicos tradicionales, no está entre las de menor
peso el que el ritmo de relevo del profesorado fuera entonces bastante más pausado que el de los
acontecimientos, con cátedras en varios casos literalmente vitalicias pues, aunque la jubilación estaba
establecida a los setenta años, podía retardarse indefinidamente con certificados médicos de
aptitud, y no fueron pocos los catedráticos y directores de escuela que desde mediados del siglo XIX
y todavía en aquellos años murieron con las botas puestas.
El academicismo no estaba por tanto en el plan de estudios, sino en los profesores. Anasagasti
tuvo ocasión de comprobar esto personalmente y de corregir su inicialmente favorable opinión
sobre el de 1914 cuando entró al año siguiente en la escuela de Madrid como profesor auxiliar
de Dibujo de detalles. En 1918 redactó para la Sociedad Central de arquitectos unas
Orientaciones para un plan moderno de enseñanza de la arquitectura, que ésta sometió a la consideración
de Santiago Alba, el entonces ministro de Instrucción Pública, y que no obtuvo fruto
alguno. El escrito partía de la idea de que el plan de estudios vigente era uno de los más extensos
de Europa, si no el que más (“Es adecuado para formar técnicos enciclopedistas, que se han
bautizado graciosamente en el extranjero como técnicos ómnibus, que sirven para todo y fracasan
en la realidad”) y concretaba las orientaciones en seis puntos: simplificación de los contenidos
con supresión del exceso de “alta ciencia teórica y especulación”; fomento del carácter creativo
en lugar de la copia; enseñanza integral, con orientación de las asignaturas teóricas hacia
los proyectos; creación de una gran escuela de bellas artes en que convivieran artistas y arquitectos,
aunque sin estudios comunes; e incorporación al profesorado, temporal y por concurso, de
arquitectos con experiencia profesional especializada.
Un real decreto emitido en marzo de 1919 reguló las atribuciones profesionales de los aparejadores
de obras “titulares”, es decir, los poseedores de un título oficial obtenido en los centros de enseñanza
del Estado, los cuales eran entonces a estos efectos las escuelas industriales y de artes y oficios
de Madrid, Cádiz, Sevilla, Zaragoza, Valencia y Málaga. En lo fundamental, se reiteraron las disposiciones
de 1902 y permaneció la definición de estos profesionales como “auxiliares o ayudantes
de los arquitectos”, si bien se restringieron las amplias e imprecisas competencias que en aquella
ocasión se les había otorgado en poblaciones en las que no residiera ningún arquitecto. Esta vez se
especificó que en tales circunstancias su función se limitaría a la dirección de las obras, con arreglo
al proyecto de un arquitecto y siempre que éste no pudiera atenderlas.
En diciembre de 1922, otro real decreto aprobó unas nuevas tarifas oficiales de honorarios para el
trabajo profesional de los arquitectos. Como ya se dijo, las primeras procedían de 1835 y, desde
entonces, sólo se habían reformado en 1905 gracias a la gestión de Enrique Fort y Guyenet, catedrático
de Arquitectura legal y Tecnología de la escuela de Madrid. Estas nuevas tarifas de 1922 se
conservaron vigentes, salvo en aspectos de detalle, hasta 1977. Los decretos de tarifas son fuentes
de mucha mayor precisión para conocer qué funciones desempeñaban los arquitectos en cada
época que las por lo común más indeterminadas, aunque de mayor fuerza legal por tener superior
rango normativo, disposiciones sobre atribuciones facultativas, pues desarrollan con bastantes más
pormenores las diferentes labores que ocupaban a los profesionales.