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Mujeres

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Clarissa Pinkola Estés <strong>Mujeres</strong> que corren con los lobos<br />

tuales e instintivas. Las mujeres se enfrentan con esta cuestión cada vez que los<br />

demás las aturden para obligarlas a hacer otra cosa que no sea defender la vida<br />

de su alma contra las proyecciones invasoras de carácter físico, cultural o de otro<br />

tipo.<br />

Nuestra psique se acostumbra a las descargas dirigidas contra nuestra naturaleza<br />

salvaje. Nos adaptamos a la violencia contra la sabia naturaleza de la<br />

psique. Procuramos ser buenas normalizando lo anormal y, como consecuencia<br />

de ello, perdemos nuestra capacidad de huir. Perdernos la capacidad de defender<br />

los elementos del alma y de la vida que a nuestro juicio son más valiosos. Cuando<br />

nos obsesionan los zapatos rojos, perdemos por el camino toda suerte de importantes<br />

cuestiones personales, culturales y ambientales.<br />

Perdemos tantas cosas significativas cuando abandonamos la vida hecha a<br />

mano que necesariamente tienen que producirse toda suerte de lesiones en la<br />

psique, la naturaleza, la cultura, la familia, etc. El daño a la naturaleza es concomitante<br />

con el aturdimiento de la psique de los seres humanos. Ambos van —y<br />

deben considerarse unidos. cuando un grupo comenta lo mucho que se equivoca<br />

lo salvaje y el otro grupo replica que lo salvaje ha sufrido un agravio, hay algo que<br />

falla drásticamente. En la psique instintiva, la Mujer Salvaje contempla el bosque<br />

y ve en él un hogar para sí misma y para todos los seres humanos. Pero otros, al<br />

contemplar el mismo bosque quizá lo vean como un terreno sin árboles e imaginen<br />

sus bolsillos llenos a rebosar de dinero. Se trata de graves fracturas en la capacidad<br />

de vivir y dejar vivir de manera que todos podamos vivir.<br />

Cuando yo era niña en los años cincuenta, en los primeros días de las<br />

agresiones industriales contra la tierra, una barcaza de petróleo Se hundió en la<br />

cuenca de Chicago del lago Michigan. Tras pasarse un día en la playa, las madres<br />

restregaban a sus hijos con el mismo entusiasmo con que solían limpiar los suelos<br />

de parquet de sus casas, pues los niños estaban enteramente manchados de<br />

gotitas de petróleo. El hundimiento de la barcaza había provocado un vertido de<br />

petróleo que se desplazaba formando grandes sábanas que parecían unas islas<br />

flotantes tan anchas y largas como manzanas de casas. Cuando chocaban contra<br />

los embarcaderos, se rompían en fragmentos que se hundían en la arena y se<br />

deslizaban hacia la orilla bajo las olas. Durante muchos años la gente no pudo<br />

nadar sin cubrirse de una capa de porquería de color negro. Los niños que construían<br />

castillos de arena recogían de repente un puñado de gomoso petróleo. Los<br />

enamorados ya no podían rodar sobre la arena. Los perros, los pájaros, la vida<br />

acuática y la gente, todo el mundo sufría.<br />

Recuerdo haber experimentado la sensación de que mi catedral había sido<br />

bombardeada.<br />

La lesión del instinto, la normalización de lo anormal fue la causa de que<br />

las madres limpiaran de la mejor manera posible las manchas de aquel vertido de<br />

petróleo y, más tarde, los efectos de los ulteriores pecados de las fábricas, de las<br />

refinerías y de las fundiciones sobre sus hijos, sus coladas y el interior de sus<br />

seres queridos. A pesar de lo confusas y preocupadas que estaban, habían olvidado<br />

su justa cólera. Aunque no todas, la mayoría de ellas se había acostumbrado<br />

a no intervenir en los acontecimientos desagradables. El hecho de romper el<br />

silencio, huir de la jaula, señalar los errores y exigir un cambio era severamente<br />

castigado.<br />

Sabemos por otros acontecimientos parecidos que se han producido a lo<br />

largo de nuestra vida que, cuando las mujeres no hablan, cuando no hablan suficientes<br />

personas, la voz de la Mujer Salvaje enmudece y, por consiguiente, en el<br />

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