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Mujeres

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Clarissa Pinkola Estés <strong>Mujeres</strong> que corren con los lobos<br />

Se pasó todo el día buscando y al anochecer descubrió unas gruesas cuerdas<br />

de excrementos y ya no tuvo que seguir buscando, pues un gigantesco oso<br />

negro avanzó por la nieve, dejando a su espalda las profundas huellas de sus garras<br />

y sus plantas. El oso de la luna creciente soltó un temible rugido y entró en<br />

su cubil. La mujer introdujo la mano en su fardo y, tomando la comida que llevaba,<br />

la echó en un cuenco. Depositó el cuenco delante del cubil y corrió a ocultarse<br />

en su refugio. El oso aspiró el olor de la comida y salió pesadamente de su cubil,<br />

rugiendo con tal fuerza que hizo estremecer unas pequeñas rocas y éstas se<br />

desprendieron. El oso rodeó el cuenco desde lejos, olfateó varias veces el aire y<br />

después se zampó toda la comida de un solo trago. El gran oso se levantó sobre<br />

las patas traseras, olfateó nuevamente el aire y volvió a ocultarse en su cubil.<br />

Al anochecer, la mujer hizo lo mismo, pero esta vez, en lugar de regresar a<br />

su refugio, retrocedió sólo hasta la mitad del camino. El oso aspiró el aroma de la<br />

comida, salió del cubil, rugió con una fuerza suficiente como para sacudir las estrellas<br />

del cielo, volvió a rodear en círculo el cuenco y olfateó el aire con sumo<br />

cuidado, pero finalmente se zampó la comida y regresó a su cubil. La escena se<br />

repitió muchas noches hasta que una noche profundamente azul la mujer tuvo el<br />

valor de detenerse a esperar un poco más cerca del cubil del oso.<br />

Depositó la comida en el cuenco en el exterior del cubil y permaneció de pie<br />

delante de la entrada. Cuando el oso aspiró el olor del alimento y salió, vio no sólo<br />

la habitual ración de comida sino también un par de pequeños pies humanos.<br />

El oso ladeó la cabeza y soltó un rugido tan fuerte que a la mujer le vibraron los<br />

huesos.<br />

La mujer estaba temblando, pero no cedió terreno. El oso se levantó sobre<br />

las patas traseras, abrió las fauces y rugió con tal fuerza que la mujer le pudo ver<br />

el velo rojo y marrón del paladar. Pero no huyó. El oso soltó otro rugido y alargó<br />

las patas como si quisiera agarrarla mientras sus diez uñas colgaban como largos<br />

cuchillos por encima de su cabeza. La mujer temblaba como una hoja agitada por<br />

el viento, pero se quedó donde estaba.<br />

—Por favor, querido oso —le suplicó—, por favor, querido oso he recorrido<br />

todo este camino porque necesito una cura para mi marido.<br />

El oso volvió a apoyar las patas delanteras en el suelo en medio de una rociada<br />

de nieve y contempló el rostro atemorizado de la mujer. Por un instante, la<br />

mujer tuvo la impresión de ver cadenas enteras de montañas, valles, ríos y aldeas<br />

reflejados en los gélidos ojos del oso. Se sintió invadida por una sensación de paz<br />

e inmediatamente cesaron sus temblores.<br />

—Por favor, querido oso, te he estado dando de comer todas las noches.<br />

¿Me podrías dar uno de los pelos de la luna creciente que tienes en la garganta?<br />

El oso la miró. Aquella mujercita hubiera sido un bocado muy sabroso. Pero<br />

de pronto se compadeció de ella.<br />

—Es verdad —dijo el oso de la luna creciente—, has sido buena conmigo.<br />

Puedes tomar uno de mis pelos. Pero tómalo rápido, después vete de aquí y regresa<br />

junto a los tuyos.<br />

El oso levantó el enorme hocico para dejar el descubierto la blanca luna<br />

creciente de su garganta y la mujer vio en ella los fuertes latidos del corazón del<br />

oso. La mujer acercó una mano al cuello del oso y, con la otra, apresó un grueso<br />

y reluciente pelo blanco. Dio rápidamente un tirón. El oso se echó hacia atrás y<br />

soltó un grito como si lo hubieran herido. El dolor dio lugar a unos malhumorados<br />

resoplidos.<br />

—Oh, gracias, oso de la luna creciente, muchas gracias.<br />

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