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Mujeres

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Clarissa Pinkola Estés <strong>Mujeres</strong> que corren con los lobos<br />

oído, y sigue las instrucciones de la voz del alma. Muchas mujeres son muy duchas<br />

en el arte de concentrarse, pero, cuando se les va el santo al cielo, se dispersan<br />

como un edredón de plumas esparcido por toda la campiña.<br />

Es importante tener un recipiente en el que guardar todo lo que percibimos<br />

y oímos desde la naturaleza salvaje. En algunas mujeres, el recipiente son sus<br />

diarios en el que anotan todas las plumas que pasan —volando, en otras es el<br />

arte creativo, el baile, la pintura, la escritura. ¿Recuerdas a Baba Yagá? Tiene<br />

una olla muy grande; vuela por el cielo en una caldera que, en realidad, es un<br />

almirez y una mano de almirez. En otras palabras, tiene un recipiente donde poner<br />

las cosas. Tiene una manera muy concentrada de pensar y de moverse de un<br />

lugar a otro. Sí, la concentración es la solución al problema de la pérdida de<br />

energía. Eso y otra cosa. Veamos.<br />

∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼∼<br />

Los tres cabellos de oro<br />

Una vez, en una profunda y oscura noche, una de esas noches en que la<br />

tierra es de color negro y los árboles parecen unas nudosas manos recortándose<br />

contra el cielo azul oscuro, en una noche exactamente como ésta un solitario anciano<br />

atravesaba el bosque con paso vacilante. A pesar de que las ramas de los<br />

árboles le arañaban el rostro y le medio cegaban los ojos, él sostenía en alto una<br />

pequeña linterna. Dentro del farolillo la vela encendida se iba agotando poco a<br />

poco.<br />

El anciano era todo un espectáculo con su largo cabello amarillento, Sus<br />

amarillos dientes medio rotos y sus curvadas uñas de color ámbar. Tenía la espalda<br />

tan encorvada como un saco de harina y era tan vicio que la piel le colgaba<br />

en volantes de la barbilla, los brazos y las caderas.<br />

El anciano avanzaba a través del bosque, agarrándose a un abeto e impulsando<br />

el cuerpo hacia delante para agarrar otro abeto y, con este movimiento de<br />

remero y el poco aliento que le quedaba, proseguía su camino.<br />

Todos los huesos del cuerpo le dolían como si estuvieran ardiendo, Las lechuzas<br />

de los árboles emitían unos chirridos semejantes a los de sus articulaciones<br />

mientras él proyectaba el cuerpo hacia delante en medio de la oscuridad. A lo<br />

lejos brillaba una minúscula y trémula luz, una casita, un fuego, un hogar, un<br />

lugar de descanso. El anciano avanzó con gran esfuerzo hacia aquella luz. Llegó a<br />

la puerta exhausto, la vela de la linterna se apagó y él entró y se desplomó en el<br />

suelo.<br />

Dentro había una anciana sentada delante de una espléndida chimenea<br />

encendida. La anciana corrió a su lado, lo tomó en brazos y lo llevó a la chimenea.<br />

Allí lo sostuvo en sus brazos como una madre sostiene a su hijo y lo acunó<br />

en su mecedora. Allí estaban ellos, el pobre y frágil anciano que no era más que<br />

un saco de huesos y la vigorosa anciana que lo acunaba hacia delante y hacia<br />

atrás diciéndole: "Calma, calma, no pasa nada."<br />

Se pasó toda la noche acunándolo y, cuando ya estaba a punto de rayar el<br />

alba, el anciano había rejuvenecido y ahora era un apuesto joven de cabello de<br />

oro y largos y fuertes miembros. Pero ella lo seguía acunando: "Calma, calma. No<br />

pasa nada."<br />

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