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legítima defensa (the rainmaker) - john grisham - Juventud ...

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John Grisham Legítima <strong>defensa</strong><br />

Hay un límite en cuanto a lo que Donny Ray es capaz de resistir, tanto física como mentalmente, y también lo hay en cuanto a<br />

lo que el jurado desea presenciar. Concluyo en veinte minutos, sin haber provocado una sola protesta de la <strong>defensa</strong>. Deck me<br />

guiña un ojo, como si yo fuera genial.<br />

Leo Drummond se presenta, para que conste, a Donny Ray y luego explica a quién representa y lo mucho que lamenta estar<br />

aquí. No se dirige a Donny Ray, sino al jurado. Habla en un tono suave y condescendiente, como si rebosara compasión.<br />

Sólo unas pocas preguntas. Indaga discretamente si Donny Ray ha abandonado en algún momento esta casa, aunque sólo fuera<br />

una semana o un mes, para vivir en otro lugar. Puesto que pasa de los dieciocho, les encantaría establecer que había<br />

abandonado el domicilio paterno y, por consiguiente, no debería estar incluido en la póliza de sus padres.<br />

–No, señor –responde repetidamente Donny Ray, de un modo educado y enfermizo.<br />

A continuación Drummond se concentra brevemente en la posibilidad de otra cobertura. ¿Ha contratado Donny Ray alguna vez<br />

su propia póliza médica? ¿Ha trabajado alguna vez para alguna empresa, con su propio seguro médico?<br />

–No, señor –responde suavemente a todas sus preguntas.<br />

Aunque el entorno es un poco extraño, a Drummond no le es desconocido. Ha tomado probablemente millares de declaraciones<br />

y sabe cómo ser cauteloso. Al jurado le molestaría que tratara con agresividad a ese joven. En realidad, le brinda a Drummond<br />

una oportunidad maravillosa para congraciarse con el jurado, mostrando cierta compasión por el pobre Donny Ray. Además,<br />

sabe que no se puede obtener mucha información fehaciente de este testigo. ¿Para qué interrogarlo a fondo?<br />

Drummond termina en menos de diez minutos. No me corresponde un segundo turno de preguntas. La declaración ha<br />

concluido. Así lo determina Kipler. Dot le pasa inmediatamente un paño húmedo por la cara a su hijo. Me mira en busca de<br />

aprobación y levanto el pulgar afirmativamente. Los abogados de la <strong>defensa</strong> recogen discretamente sus chaquetas y maletines,<br />

y se disculpan. Se mueren de ganas de retirarse. Yo también.<br />

El juez Kipler empieza a entrar sillas en la casa y observa a Buddy cuando pasa frente al Fairlane. Garras está en medio del<br />

capó, listo para el ataque. Espero que no haya sangre. Dot y yo ayudamos a Donny Ray a entrar en la casa. Antes de cruzar la<br />

puerta, miro a mi izquierda y veo que Deck está junto a la muchedumbre de la verja, distribuyendo mis tarjetas. Un compañero<br />

como Dios manda.<br />

VEINTINUEVE<br />

La mujer está realmente dentro de mi piso, de pie en la sala de estar con una de mis revistas en la mano cuando abro la puerta.<br />

Se sobresalta y deja caer la revista al verme. Su boca se abre de par en par.<br />

–¿Quién es usted? –pregunta casi a gritos. No parece una ladrona. –Yo vivo aquí. ¿Quién diablos es usted?<br />

–Santo cielo –exclama con un exagerado suspiro y la mano sobre el corazón.<br />

–¿Qué está haciendo aquí? –pregunto, realmente enojado. –Soy la esposa de Delbert.<br />

–¿Quién diablos es Delbert? ¿Y cómo ha conseguido entrar? –¿Quién es usted?<br />

–Me llamo Rudy. Vivo aquí. Esto es una residencia privada. Mira fugazmente a su alrededor y entorna los párpados, como para<br />

decir «menudo cuchitril».<br />

–Birdie me ha dado la llave y me ha dicho que podía echar una ojeada.<br />

–¡No es posible!<br />

–¡Es verdad! –responde después de sacarse una llave del bolsillo de su ceñido pantalón corto y mostrármela, al tiempo que yo<br />

cierro los ojos y pienso en estrangular a la señorita Birdie–. Me llamo Vera y vivo en Florida. Sólo he venido a pasar unos días<br />

con Birdie.<br />

Ahora lo recuerdo. Delbert es el hijo menor de la señorita Birdie, al que no ha visto desde hace tres años, y nunca llama ni<br />

escribe. No recuerdo si Vera, aquí presente, es la mujer a la que la señorita Birdie denomina una cualquiera, pero encajaría<br />

perfectamente. Tiene unos cincuenta años, y la piel cobriza y apergaminada propia de una devota del sol en Florida. Unos<br />

labios anaranjados brillan en el centro de su tostado rostro. Brazos marchitos. Pantalón corto ceñido sobre unas delgadas y<br />

arrugadas piernas impecablemente morenas. Horribles sandalias amarillas.<br />

–No tiene derecho a estar aquí –digo procurando sosegarme.<br />

–Tranquilícese –dice cuando pasa frente a mí, con una oleada de perfume barato que huele a esencia de coco–. Birdie quiere<br />

verlo –agrega al salir de mi casa. Oigo el ruido de sus sandalias en los peldaños.<br />

La señorita Birdie está sentada en el sofá, con los brazos cruzados, pendiente de otro estúpido culebrón y ajena al resto del<br />

mundo. Vera hurga en el frigorífico. Junto a la mesa de la cocina hay otro ente moreno, un corpulento individuo con el pelo<br />

artificialmente rizado, mal teñido, canoso y patillas al estilo Elvis. Gafas de montura dorada. Brazaletes de oro en ambas<br />

muñecas. Un típico chulo.<br />

–Usted debe de ser el abogado –dice cuando cierro la puerta a mi espalda. Sobre la mesa hay unos papeles que ha estado<br />

examinando.<br />

–Me llamo Rudy Baylor –respondo, de pie al otro extremo de la mesa.<br />

–Yo soy Delbert Birdsong. El hijo menor de Birdie.<br />

Está cerca de los sesenta y procura desesperadamente aparentar cuarenta.<br />

–Encantado de conocerlo.<br />

–Sí, mucho gusto –responde con un ademán–. Siéntese.<br />

–¿Qué desea? –pregunto.<br />

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