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legítima defensa (the rainmaker) - john grisham - Juventud ...

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John Grisham Legítima <strong>defensa</strong><br />

Bruiser me observa atentamente. Está ofreciéndome el único trabajo posible en la ciudad de Memphis y parece saber que no<br />

estoy ansioso por aceptarlo.<br />

–¿Cuándo puedo empezar? –pregunto en un torpe intento por parecer entusiasmado.<br />

–Ahora mismo.<br />

–Pero el examen de colegiatura...<br />

–No te preocupes por eso. Hoy mismo puedes empezar a generar honorarios. Te mostraré cómo hacerlo.<br />

–Vas a aprender mucho –declara Prince casi arrobado de satisfacción.<br />

–Hoy te pagaré mil pavos para que te inicies –dice Bruiser, como el último de los grandes derrochadores– Te mostraré las<br />

dependencias y pondremos, por así decirlo, las ruedas en movimiento.<br />

–Estupendo –respondo con una sonrisa forzada.<br />

Es absolutamente imposible en este momento seguir otro rumbo. No debería siquiera estar aquí, pero estoy asustado y necesito<br />

ayuda. En este momento no se menciona lo que le deberé a Bruiser por sus servicios. Pero no es una de esas personas<br />

compasivas que de vez en cuando le hacen un favor a un pobre.<br />

Me siento ligeramente indispuesto. Puede que sea la falta de sueño, el susto de que me haya despertado la policía, o tal vez el<br />

hecho de estar sentado en este despacho, viendo cómo nadan los tiburones, acechado por dos de los peores granujas de la<br />

ciudad.<br />

Hasta hace relativamente poco, yo era un estudiante de tercer curso de Derecho, listo y alegre, ansioso por ejercer la profesión,<br />

trabajar duro, convertirme en un miembro activo del colegio de abogados, iniciar mi carrera profesional y en general hacer lo<br />

mismo que mis compañeros. Sin embargo, ahora estoy sentado aquí, tan débil y vulnerable que acepto prostituirme por mil<br />

dudosos dólares mensuales.<br />

Bruiser recibe una llamada telefónica urgente, probablemente de alguna bailarina topless acusada de lenocinio, y nos<br />

levantamos discretamente. Cubre el auricular y susurra que quiere verme esta tarde.<br />

Prince se siente tan orgulloso que está a punto de estallar de alegría. Así, sin más, acaba de salvarme del cadalso y encontrarme<br />

trabajo. Mientras Firestone sortea velozmente el tráfico de regreso a Yogi's, no hago más que pensar en que no logro alegrarme<br />

por más que me lo proponga.<br />

QUINCE<br />

Decido ocultarme en la facultad. Paso un par de horas escondido entre estantes de libros en el sótano, buscando y examinando<br />

numerosos casos de mala fe por parle de compañías de seguros. Me dedico a matar el tiempo.<br />

Conduzco lentamente en la dirección general del aeropuerto y llego al edificio de Bruiser a las tres y media. El barrio es peor<br />

de lo que parecía hace unas horas. A ambos lados de la calle, que tiene cinco carriles para el tráfico, hay numerosas industrias<br />

ligeras, almacenes de mercancías y pequeños bares y clubes oscuros donde los obreros se relajan. Está cerca de la pista del<br />

aeropuerto y los escandalosos reactores pasan a escasa altura.<br />

La manzana de Bruiser se denomina Greenway Plaza, y sentado en mi coche, en el aparcamiento lleno de escombros, me<br />

percato de que además de la lavandería y del videoclub, hay una bodega y un pequeño café. Aunque es difícil de determinar<br />

debido a las ventanas ahumadas y puertas selladas, parece que el bufete ocupa seis o siete pisos contiguos en el centro de la<br />

manzana. Aprieto los dientes y abro la puerta.<br />

Veo a la secretaria de vaqueros tras un tabique que llega a la altura del pecho. Va teñida de rubio y tiene un cuerpo<br />

excepcional, con sus curvas y hendiduras magníficamente destacadas.<br />

Le explico el motivo de mi presencia. Temo una mala reacción por su par–te y que me eche a la calle, pero me trata con<br />

cortesía. En un tono inteligente y sensual, que nada tiene que ver con el de una cualquiera, me pide que rellene los formularios<br />

de empleo necesarios. Me deja atónito descubrir que este bufete, el despacho de abogados de J. Lyman Stone, ofrece un seguro<br />

médico a todo riesgo a sus empleados. Leo atentamente la letra menuda, medio a la expectativa de que Bruiser haya incluido<br />

pequeñas cláusulas que hinquen todavía más hondo sus garras en mi carne.<br />

Pero no encuentro ninguna sorpresa. Le pregunto si puedo ver a Bruiser y me dice que espere. Me siento en una de las sillas de<br />

plástico junto a la pared. La sala de espera tiene el mismo aspecto que las de la Seguridad Social: suelo de baldosas<br />

debidamente desgastadas, con su correspondiente capa de mugre, sillas baratas, endebles tabiques y una asombrosa selección<br />

de revistas rasgadas. Dru, la secretaria, contesta el teléfono sin dejar de mecanografiar. Llama con mucha frecuencia y hace<br />

gala de su extraordinaria eficacia, a menudo charlando con los clientes mientras escribe a toda velocidad.<br />

Por fin me manda a ver a mi nuevo jefe. Bruiser está tras su escritorio, examinando mis formularios con la minuciosidad de un<br />

contable. Me sorprende su interés por los detalles. Me recibe atentamente, repite las condiciones económicas de nuestro<br />

acuerdo y coloca delante de mí un contrato, en el que se han rellenado con mi nombre los espacios en blanco. Lo leo y lo firmo.<br />

Hay una cláusula que nos compromete a ambos a anunciar con treinta días de antelación la rescisión del empleo. Me alegra<br />

comprobar su existencia, aunque sospecho que tiene sus buenas razones para incluirla.<br />

Le hablo de mi reciente declaración de insolvencia. Mañana debo comparecer en el juzgado para un primer encuentro con los<br />

acreedores. El trámite se denomina examen del deudor y durante el mismo los abogados de mis acreedores tienen derecho a<br />

sacar a relucir mis trapos sucios. Pueden preguntar prácticamente lo que se les antoje acerca de mis finanzas y de mi vida en<br />

general. Pero será un asunto discreto. En realidad, es probable que no acuda nadie a interrogarme.<br />

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