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legítima defensa (the rainmaker) - john grisham - Juventud ...

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John Grisham Legítima <strong>defensa</strong><br />

Al contrario de su grotesco hermano, Randolph envejece con dignidad. No está gordo, no se tiñe ni riza el cabello, ni va<br />

cargado de oro. Lleva una camiseta de golf, unas bermudas, calcetines blancos y zapatillas del mismo color. Como todos los<br />

demás, está moreno. Podría pasar perfectamente por un ejecutivo jubilado, con su correspondiente mujercita de plástico.<br />

–¿Cuánto tiempo piensa quedarse aquí, Rudy? –pregunta.<br />

–No sabía que me marchara.<br />

–No he dicho que lo hiciera. Es pura curiosidad. Mi madre me ha dicho que no han firmado ningún contrato y me interesa<br />

saberlo.<br />

–¿Por qué le interesa?<br />

Las cosas están cambiando con mucha rapidez. Hasta anoche, la señorita Birdie nunca había mencionado ningún contrato.<br />

–Porque de ahora en adelante, voy a ayudar a mi madre con sus asuntos. El alquiler es muy bajo.<br />

–Sin duda lo es –agrega June.<br />

–¿Se ha quejado usted, señorita Birdie? –pregunto. –Pues... no –responde vagamente, como si hubiera pensado en hacerlo, pero<br />

no hubiera encontrado todavía el momento oportuno.<br />

Podría hablar del estiércol, la pintura y la jardinería, pero estoy decidido a no discutir con esos imbéciles.<br />

–Ahí lo tienen. Si la propietaria está satisfecha, ¿de qué se preocupan?<br />

–No queremos que nadie se aproveche de mamá –dice Delbert.<br />

–Por Dios, Delbert –responde Randolph. –¿Quién se aprovecha de ella? –pregunto.<br />

–Bueno, nadie, pero...<br />

–Lo que intenta decir –interrumpe Randolph–, es que a partir de ahora las cosas van a ser diferentes. Estamos aquí para ayudar<br />

a nuestra madre y nos interesamos simplemente por sus negocios. Eso es todo.<br />

Observo a la señorita Birdie mientras habla Randolph y su rostro rebosa satisfacción. Sus hijos están aquí, preocupándose por<br />

ella, haciendo preguntas, exigiendo condiciones, protegiendo a su mamá. Aunque estoy seguro de que detesta a sus dos nueras,<br />

la señorita Birdie se siente ahora muy satisfecha.<br />

–Me parece muy bien –respondo–. Pero no se metan conmigo y no se les ocurra entrar en mi piso.<br />

Doy media vuelta y me alejo rápidamente, para dejarlos con muchos comentarios y preguntas que tenían previsto formular.<br />

Cierro la puerta de mi piso con llave, me como un bocadillo y, en la oscuridad, por la ventana, oigo que charlan a lo lejos.<br />

Dedico unos minutos a intentar reconstruir la reunión. En algún momento de ayer, Delbert y Vera llegaron de Florida con algún<br />

propósito que probablemente nunca conoceré. De algún modo descubrieron el último testamento de la señorita Birdie, vieron<br />

que disponía de unos veinte millones para distribuir y se interesaron profundamente por su bienestar. Se enteraron de que vivía<br />

un abogado en la finca y eso también les preocupó. Delbert llamó a Randolph, que también vive en Florida, y éste corrió hacia<br />

la casa de su madre, acompañado de su mujercita de plástico. Hoy han pasado el día interrogando a su madre sobre todo lo<br />

imaginable y han llegado al punto de convertirse en sus protectores.<br />

En el fondo no me importa. No puedo evitar reírme de la situación. Me pregunto cuánto tardarán en averiguar la verdad. De<br />

momento la señorita Birdie es feliz. Y me alegro por ella.<br />

TREINTA<br />

Llego temprano a mi cita de las nueve con el doctor Walter Kord. No me sirve de nada. Espero una hora, leyendo los informes<br />

médicos de Donny Ray que me conozco ya de memoria. La sala de espera está llena de pacientes cancerosos. Procuro no<br />

fijarme en ellos.<br />

Una enfermera viene a por mí a las diez. La sigo a un consultorio desprovisto de ventanas, al fondo de un laberinto. Entre todas<br />

las especialidades médicas, ¿cómo se le puede ocurrir a alguien elegir la oncología? Supongo que alguien debe hacerlo.<br />

¿A quién se le ocurre ser abogado?<br />

Me siento en una silla con mis documentos y espero otros quince minutos. Oigo voces en el pasillo, antes de que se abra la<br />

puerta. Un joven de unos treinta y cinco años entra en la sala.<br />

–¿Señor Baylor? –pregunta al tiempo que me tiende una mano, me levanto y se la estrecho.<br />

–Sí.<br />

–Walter Kord. Tengo prisa. ¿Podemos resolver este asunto en cinco minutos?<br />

–Supongo.<br />

–Adelante, tengo muchos pacientes –dice, incluso con una sonrisa.<br />

Soy perfectamente consciente de que los médicos odian a los abogados y, la verdad, no se lo reprocho.<br />

–Gracias por su informe. Ha cumplido su cometido. Ya le hemos tomado declaración a Donny Ray.<br />

–Estupendo.<br />

Mide unos diez centímetros más que yo y me mira como si fuera imbécil.<br />

–Necesitamos su testimonio –digo después de apretar los dientes.<br />

Su reacción es la típica de los médicos. Detestan los juzgados y, para evitarlos, a veces acceden a que se les tome una<br />

declaración jurada en lugar de comparecer personalmente en la sala. No están obligados a hacerlo. Y, cuando no lo hacen, en<br />

algunas ocasiones a los abogados no les queda más alternativa que recurrir a su arma letal: la citación judicial. Los abogados<br />

tienen autoridad para citar judicialmente casi a cualquiera, incluidos los médicos. Así pues, en este limitado sentido, los<br />

abogados tienen poder sobre los médicos. Eso hace que los médicos odien aún más a los abogados.<br />

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