legítima defensa (the rainmaker) - john grisham - Juventud ...
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John Grisham Legítima <strong>defensa</strong><br />
Deck tiene unas tarjetas de visita que lo describen como «seudoabogado», una especie nueva para mí. Circula por los pasillos<br />
del juzgado y se acerca a los pequeños delincuentes, que esperan para comparecer por primera vez ante diversos jueces.<br />
Detecta a un individuo que parece asustado, con un papel en la mano, y se lanza al ataque. Deck lo denomina el doble paso del<br />
halcón, una oferta rápida de servicios jurídicos perfeccionada por numerosos abogados callejeros que deambulan por el<br />
juzgado. En una ocasión me invitó a que lo acompañara, para aprender los pasos básicos. Rechacé la oferta.<br />
Derrick Dogan había sido elegido inicialmente como víctima potencial del doble paso de halcón, pero la operación fracasó<br />
cuando le preguntó a Deck:<br />
–¿Qué diablos es un seudoabogado?<br />
A pesar de que Deck siempre tiene una respuesta a mano, no logró satisfacer al cliente potencial y se retiró inmediatamente.<br />
Pero Dogan se guardó la tarjeta que Deck le había entregado. Aquel mismo día se precipitó contra él un adolescente que<br />
conducía con exceso de velocidad. Veinticuatro horas después de haber mandado a Deck a la porra en la puerta del juzgado,<br />
llamó al número de la tarjeta desde una habitación semiprivada de Saint Peter. Deck contestó el teléfono desde el despacho,<br />
donde yo intentaba descifrar una trama impenetrable de documentos del seguro. A los pocos minutos, nos desplazamos a toda<br />
prisa hacia el hospital. Dogan quería hablar con un verdadero abogado y no con un seudoabogado.<br />
Ésta es una visita semi<strong>legítima</strong> al hospital, la primera en mi caso. Cuando encontramos a Dogan está solo, con una pierna<br />
rota, costillas y una muñeca fracturadas, y cortes y contusiones en la cara. Le hablo como un auténtico abogado y le suelto el<br />
habitual discurso bien ensayado, aconsejándole que no hable con ninguna compañía de seguros, ni le diga nada a nadie. Somos<br />
nosotros contra ellos y mi bufete resuelve más accidentes de tráfico que cualquier otro de la ciudad. Deck sonríe. Ha sido un<br />
buen profesor.<br />
Dogan firma un contrato y un formulario que nos permitirá obtener su historial médico. Está bastante dolorido y nos quedamos<br />
poco rato. Su nombre está en el contrato. Nos despedimos y prometemos verlo mañana.<br />
Al mediodía, Deck ha conseguido una copia del informe del accidente y ha hablado ya con el padre del adolescente. Están<br />
asegurados con State Farm. El padre, un tanto precipitadamente, le revela a Deck que, en su opinión, la póliza tiene un límite<br />
de veinticinco mil dólares. Tanto él como su hijo lamentan muchísimo lo sucedido. No se preocupe, responde Deck, agradecido<br />
de que el accidente haya tenido lugar.<br />
Un tercio de veinticinco mil son algo más de ocho mil. Almorzamos en un maravilloso restaurante llamado Dux, en The<br />
Peabody. Yo tomo vino. Deck come postre. Es el momento más glorioso en la historia de nuestro bufete. Durante tres horas,<br />
contamos y gastamos el dinero.<br />
El jueves de la semana de mi viaje a Cleveland nos encontramos en la sala de Kipler a las cinco y media de la tarde. Su señoría<br />
ha elegido la hora para que el gran Leo F. Drummond pueda estar presente, después de un largo día en el juzgado, y ensañarse<br />
una vez más con él. Con su presencia, el equipo de la <strong>defensa</strong> está completo y a pesar de la soberbia de sus cinco componentes,<br />
todo el mundo sabe que les tocan las de perder. Jack Underhall, uno de los abogados empleados de Great Benefit, está también<br />
en la sala, pero los demás funcionarios de traje oscuro han preferido permanecer en Cleveland. No se lo reprocho.<br />
–Le advertí lo de los documentos, señor Drummond –dice su señoría desde el estrado. Todavía no han transcurrido cinco<br />
minutos desde que se abrió la sesión, y Drummond ya está recibiendo palos–. Creí haber sido suficientemente específico,<br />
incluso se lo entregué todo por escrito, como usted sabe, en forma de orden judicial. Dígame, ¿qué ha ocurrido?<br />
Probablemente no es culpa de Drummond. Su cliente juega con él y tengo la firme sospecha de que ya se ha ensañado, a su<br />
vez, con los muchachos de Cleveland. Leo Drummond es un gran egocentrista y no asimila fácilmente la humillación. Casi me<br />
inspira compasión. Está plenamente inmerso en un pleito de muchísimos millones de dólares en el tribunal federal,<br />
probablemente duerme apenas tres horas diarias, tiene un montón de cosas en la cabeza y ahora le obligan a comparecer en esta<br />
sala para defender la sospechosa conducta de su avieso cliente.<br />
Casi me inspira compasión.<br />
–No hay excusa, su señoría –responde, con convincente sinceridad.<br />
–¿Cuándo descubrió usted que esos tres testigos habían dejado de trabajar para su cliente?<br />
–El domingo por la tarde.<br />
–¿Intentó usted comunicárselo al abogado de la acusación? –Sí, señor. No pude localizarlo. Llamamos incluso a las líneas<br />
aéreas. No hubo suerte.<br />
Debieron llamar a Greyhound.<br />
Kipler mueve exageradamente la cabeza para manifestar su desazón.<br />
–Siéntese, señor Drummond –ordena el juez, cuando yo no he abierto todavía la boca–. Éste es mi plan, caballeros –prosigue su<br />
señoría–. Dentro de una semana, a partir del próximo lunes, nos reuniremos aquí para tomar declaraciones. Las siguientes<br />
personas comparecerán en representación del acusado: Richard Pellrod, encargado decano de reclamaciones, Everett Lufkin,<br />
vicepresidente de reclamaciones, Kermit Aldy, vicepresidente de contratación de pólizas, Bradford Barnes, vicepresidente<br />
administrativo, y M. Wilfred Keeley, director gerente.<br />
Kipler me había ordenado elaborar una lista del personal requerido. Casi se oye cómo los muchachos al otro lado del pasillo<br />
succionan el aire de la sala.<br />
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