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legítima defensa (the rainmaker) - john grisham - Juventud ...

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John Grisham Legítima <strong>defensa</strong><br />

Deck y yo nos tomamos un tazón de sopa en la pequeña cafetería de Trudy. Su reducida clientela a la hora del almuerzo está<br />

constituida exclusivamente por obreros. El local huele a grasa, sudor y carne frita. Es el lugar donde Deck prefiere almorzar,<br />

porque aquí le han salido varios casos, relacionados sobre todo con accidentes laborales. Uno de ellos se resolvió con una<br />

compensación de treinta mil dólares. Le correspondió un tercio del veinticinco por ciento, es decir, dos mil quinientos dólares.<br />

Frecuenta también algunos bares de la zona, me confiesa en voz baja con la boca cerca de la sopa. Se quita la corbata, procura<br />

parecerse a uno de los muchachos, y toma un refresco. Escucha las conversaciones de los obreros, cuando se refrescan el<br />

gaznate después del trabajo. Puede que los aconseje sobre los mejores bares, donde se encuentran lo que él denomina los<br />

mejores pastos. Deck es generoso con los consejos cuando persigue casos y acecha clientes.<br />

Y sí, efectivamente, en algunas ocasiones ha frecuentado incluso clubes de comercio carnal, pero sólo para acompañar a sus<br />

clientes. Hay que circular, repite en más de una ocasión. Le gustan los casinos de Mississippi y comparte la noble opinión de<br />

que son lugares indeseables, porque atraen a personas pobres que dedican al juego el dinero de la compra. Pero podrían tener<br />

un aspecto positivo. Crecerá la delincuencia. Es de esperar que con el crecimiento del juego aumente el número de divorcios e<br />

insolvencias. Necesitarán abogados. Albergan mucho sufrimiento potencial y él lo sabe. Tiene algo en perspectiva.<br />

Me mantendrá informado.<br />

Consumo otra excelente comida en el restaurante de Saint Peter, como oigo que un grupo de internos lo denominan: ensalada<br />

de pasta en un tazón de plástico. Estudio esporádicamente y vigilo el reloj.<br />

A las diez aparece el anciano de la chaqueta rosa, pero llega solo. Se detiene, mira a su alrededor, me ve y se me acerca con la<br />

cara muy seria, evidentemente disgustado con su misión.<br />

–¿Es usted el señor Baylor? –pregunta con mucha corrección.<br />

Asiento y deja sobre la mesa un sobre que lleva en la mano.<br />

–Es de la señora Riker –dice antes de retirarse.<br />

Es un sobre blanco, de tamaño normal. Lo abro y en su interior encuentro una postal que dice así:<br />

Querido Rudy:<br />

Mi médico me ha dado de alta esta mañana, de modo que ahora estoy en casa. Gracias por todo. Reza por nosotros. Eres<br />

maravilloso.<br />

Después de la firma agrega una posdata: «Te ruego que no me llames, ni me escribas, ni intentes verme. Sólo causaría<br />

problemas. Gracias de nuevo.<br />

Sabía que estaría aquí, esperándola fielmente. Con todos los pensamientos lujuriosos que han pululado por mi mente durante<br />

las últimas veinticuatro horas, nunca se me había ocurrido que pudiera marcharse. Estaba seguro de que nos veríamos esta<br />

noche.<br />

Camino sin rumbo fijo por– los interminables pasillos del hospital, procurando serenarme. Estoy decidido a volver a verla. Me<br />

necesita, porque soy la única persona que puede ayudarla.<br />

En la guía de una cabina encuentro el nombre de Cliff Riker y marco el número. Un mensaje grabado me informa de que el<br />

teléfono ha sido desconectado.<br />

VEINTE<br />

Llegamos a la planta principal del hotel a primera hora del miércoles por la mañana y nos conducen eficientemente, como a un<br />

rebaño, a un salón mayor que un campo de fútbol. Estamos todos registrados y catalogados, después de haber pagado hace<br />

tiempo la matrícula. También estamos muertos de miedo.<br />

De los aproximadamente doscientos candidatos que nos presentamos a esta convocatoria del examen de colegiatura, por lo<br />

menos la mitad terminamos la carrera el mes pasado en la Universidad Estatal de Memphis. Son mis amigos y enemigos.<br />

Booker se instala en una mesa lejos de mí. Hemos decidido no sentarnos juntos. Sara Plankmore y S. Todd están en un rincón,<br />

al otro extremo de la sala. Se casaron el sábado pasado. Una agradable luna de miel. Él es apuesto, con los modales y la<br />

arrogancia de un aristócrata. Ojalá suspenda. Y Sara también.<br />

Aquí se siente la competencia, al igual que durante las primeras semanas en la facultad, cuando a todos nos preocupaba<br />

enormemente el progreso inicial de los demás. Saludo con la cabeza a algunos conocidos, al tiempo que les deseo<br />

silenciosamente que suspendan, como ellos me lo desean a mí. He ahí la naturaleza de la profesión.<br />

Cuando estamos todos debidamente sentados junto a mesas plegables generosamente dispersas, recibimos diez minutos de<br />

instrucciones. A las ocho en punto nos entregan los papeles.<br />

El examen comienza con una sección denominada multiestado, que consiste en una serie interminable de preguntas donde sólo<br />

hay que marcar la respuesta, y trata de la legislación general común a todos los estados. Es absolutamente imposible saber si<br />

estoy bien preparado. La mañana se prolonga. Para almorzar como un bocadillo con Booker en el hotel, sin mencionar el<br />

examen.<br />

La cena es un bocadillo de pavo con la señorita Birdie en el jardín. A las nueve estoy en la cama.<br />

El examen acaba por agotamiento a las cinco de la tarde del viernes. Estamos demasiado cansados para celebrarlo. Recogen por<br />

última vez nuestros papeles y nos dicen que podemos retirarnos. Se dice algo de tomar una copa para recordar los viejos<br />

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