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cual los puros de corazón no deben temer al veneno de las serpientes. En un
sermón que fue ampliamente citado, parafraseó a Voltaire. Nunca pensó —
sostuvo— que conocería clérigos tan venales como para prestar su apoy o a los
blasfemos para quienes el primer sacerdote había sido el primer delincuente que
se topó con el primer tonto. Estas religiones eran dañinas. Él agitó su dedo
grácilmente en el aire.
Joss aseguraba que cada culto tenía una línea doctrinaria que no había que
sobrepasar para no insultar la inteligencia de los creyentes. Las personas sensatas
quizá no se pusieran de acuerdo respecto de dónde debía trazarse tal línea, pero
las religiones se excedían en su marcación, y eso constituía un riesgo. La gente
no era tonta, decía. El día antes de morir, cuando ponía sus asuntos en orden, el
mayor de los Rankin le mandó a avisar a Joss que no quería volver a verlo jamás.
Al mismo tiempo, Joss comenzó a predicar que tampoco la ciencia tenía
todas las respuestas. Encontraba puntos débiles en la teoría de la evolución. Según
su parecer, las cosas que los científicos no podían explicarse, las barrían debajo
de la alfombra. No tenían cómo probar que la Tierra tuviese cuatro mil
seiscientos millones de años de antigüedad. Nadie había visto suceder la
evolución ni nadie había marcado el tiempo desde la creación.
Tampoco se había demostrado la teoría de la relatividad, de Einstein, quien
había asegurado que es imposible viajar a más velocidad que la de la luz. ¿Cómo
lo supo? ¿A qué velocidad cercana a la luz había viajado él? La relatividad era
sólo un modo de entender el mundo. Einstein no podía poner límites a lo que el
hombre fuese capaz de hacer en el futuro. Y por cierto, tampoco podía ponerle
límites a las acciones de Dios. ¿Acaso Dios no podría viajar más rápido que la luz
si lo deseara? ¿Acaso Dios no podría hacernos viajar a nosotros más rápido que la
luz si lo deseara? Había excesos en la ciencia tanto como en la religión. El
hombre sensato no debía dejarse atemorizar por ninguna de las dos. Había
muchas interpretaciones de las Escrituras y otras tantas de la naturaleza. Dado
que ambas habían sido creadas por Dios, no podían contradecirse una a otra. Si se
produce cualquier discrepancia, eso quiere decir que un científico o un teólogo —
quizás ambos— no han hecho bien su trabajo.
Palmer Joss empleó un estilo de crítica imparcial a la ciencia y la religión,
unido a una ardiente defensa de la rectitud moral y respeto por la inteligencia de
su grey. Poco a poco fue adquiriendo fama en el plano nacional. En los debates
sobre la enseñanza del « creacionismo científico» en las escuelas, sobre el
aspecto ético del aborto y los embriones congelados, o sobre la licitud de la
ingeniería genética, procuraba a su manera encontrar un punto medio de
conciliación entre la religión y la ciencia. Los partidarios de ambas fuerzas
contendientes se indignaban con sus intervenciones, pero su popularidad iba en
aumento. Llegó a ser confidente de primeros mandatarios. Los periódicos
escolares publicaban fragmentos de sus sermones. Sin embargo, rechazó muchas