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de esos paseos nocturnos, le encantaba pasar volando frente al puesto de guardia
de Argos (eso era antes de que se hubiera levantado el cerco de protección
contra ciclones), haciendo rápidos cambios de marcha, y dirigirse hacia el norte.
En las proximidades de Santa Fe, podían divisarse las primeras luces del alba
desde las montañas Sangre de Cristo. (¿Por qué —se preguntaba—, una religión
denomina los lugares con el cuerpo y la sangre, el corazón y el páncreas de su
figura más venerada? ¿Por qué no mencionar el cerebro, entre otros órganos
prominentes?).
En esa ocasión puso rumbo al sudeste, hacia los montes Sacramento. ¿Tendría
razón Dave? ¿No sería que SETI y Argos eran una especie de engaño colectivo
de un puñado de astrónomos de mente poco práctica? ¿Sería cierto eso de que,
por muchos años que transcurrieran sin recibirse un mensaje, el proyecto
continuaría, que siempre se inventaría una estrategia nueva para la otra
civilización, que se seguiría inventando un instrumental cada vez más moderno y
costoso? ¿Cuál sería un signo convincente del fracaso? ¿Cuándo estaría dispuesta
ella a darse por vencida y dedicarse a una investigación más segura, algo que
tuviera más posibilidades de culminar con éxito? El observatorio Nobeyama, de
Japón, acababa de anunciar que había descubierto la adenosina, una molécula
orgánica compleja, uno de los principales elementos del ADN, dentro de una
densa nube molecular. Si abandonara la búsqueda de inteligencia extraterrestre,
seguramente podría encarar la búsqueda, dentro del espacio, de moléculas
relacionadas con la vida.
Mientras transitaba por el alto camino de montaña, levantó la mirada y divisó
la constelación de Centauro. Los antiguos griegos habían visto en esas estrellas
una criatura quimérica mitad hombre, mitad caballo, que impartió sabiduría a
Zeus. Sin embargo, Ellie jamás pudo distinguir un diseño ni remotamente
parecido a un centauro. La estrella que más le fascinaba era Alfa Centauro, la
más brillante de la constelación. Se trataba de la más cercana, apenas a cuatro y
cuarto años-luz. En realidad, Alfa Centauro constituía un sistema triple, de dos
soles que giraban uno alrededor del otro, y un tercero que lo hacía abarcando a
ambos. Desde la Tierra, las tres estrellas se fundían en un solo punto luminoso.
Las noches particularmente claras —como ésa—, solía verlo suspendido sobre
México. En ocasiones, cuando el aire estaba cargado de arena del desierto,
acostumbraba subir a la montaña para alcanzar un poco más de altura y
transparencia atmosférica, se bajaba del auto y contemplaba el sistema estelar
más próximo. Allí era posible la existencia de planetas, aunque resultaba difícil
detectarlos. Algunos quizá giraran en órbitas cercanas a cualquiera de los tres
soles. Una órbita más interesante, con cierta estabilidad mecánica celestial, era
una figura de ocho, en trazo envolvente alrededor de los dos soles interiores.
¿Cómo sería, se preguntó, vivir en un mundo con tres soles en el firmamento?
Probablemente más caluroso aún que Nuevo México.