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reservó un lugar para los Estados Unidos, la Unión Soviética, China y la India, y
el quinto quedó sin decidir. Respecto de esta última plaza hubo arduas
negociaciones multilaterales basadas en el número de habitantes, el poderío
económico, industrial y bélico, la alineación política de los países e incluso ciertas
consideraciones sobre la historia de la especie humana.
Brasil e Indonesia aspiraban a ese quinto asiento fundándose en la cantidad de
sus habitantes y en el equilibrio geográfico; Suecia se ofreció para actuar de
árbitro en caso de que hubiera litigios de orden político; Egipto, Irak, Pakistán y
Arabia Saudita planteaban cuestiones de equidad religiosa. Otros sugerían que,
para la elección del quinto tripulante, se tuvieran en cuenta los méritos personales
más que la nacionalidad. Por el momento, la decisión quedó en suspenso.
En los cuatro países seleccionados, los científicos y dirigentes del quehacer
nacional se abocaron a la tarea de elegir su candidato. Una especie de debate
nacional sobrevino en los Estados Unidos. En los sondeos de opinión se
propusieron muchos nombres con distintos grados de adhesión; entre ellos, héroes
del deporte, autoridades de las diversas religiones, astronautas, científicos, artistas
de cine, la esposa de un expresidente, comentaristas de televisión, legisladores,
millonarios con ambiciones políticas, cantantes de folklore y de rock, rectores de
universidades y la Miss América de turno.
Según una larga tradición, desde que se trasladó la residencia del
Vicepresidente a los terrenos del Observatorio Naval, los sirvientes de la casa
eran suboficiales filipinos incorporados a la Marina de los Estados Unidos.
Vestidos con un elegante blazer azul, con un escudo bordado que decía
« Vicepresidencia de los Estados Unidos» , los ay udantes en ese momento servían
café. No se había invitado a esa reunión informal a la mayoría de las personas
que participaron en la agotadora sesión para escoger a los tripulantes.
Quiso el destino que Sey mour Lasker fuese el primer Primer Caballero de los
Estados Unidos. Sobrellevaba su carga —los chistes, las caricaturas— con tan
buen humor que por fin el país lo perdonó por haberse casado con una mujer lo
suficientemente audaz como para considerarse capaz de dirigir a la mitad del
mundo. Lasker en ese momento hacía reír a carcajadas a la esposa y el hijo del
Vicepresidente, mientras la Presidenta invitaba a Der Heer a conversar en una
biblioteca contigua.
—Muy bien —comenzó ella—. Hoy no se va a tomar decisión alguna y
tampoco se hará un anuncio público sobre las deliberaciones. A ver si puedo
resumir la situación. No sabemos para qué sirve esa maldita Máquina, pero
suponemos, con cierto fundamento, que será para viajar a Vega. Dígame una vez
más, ¿a qué distancia queda Vega?
—Veintiséis años luz, señora.
—Entonces, si esta Máquina fuese una especie de nave espacial capaz de
desplazarse a la velocidad de la luz —no me interrumpa; y a sé que eso es