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doscientos treinta mil millones de kilómetros» , pensó Ellie. « Cuesta seguir
aferrados a la idea de ser escoceses, checos o eslovenos cuando recibimos una
llamada dirigida a todos, proveniente de una civilización milenios más
avanzada» . La brecha que separaba a los países industrializados de los menos
desarrollados era, por cierto, mucho más pequeña que la que separaba a los
países industrializados de la civilización de Vega.
Las distinciones de toda índole —raciales, religiosas, étnicas, lingüísticas,
económicas y culturales— a las que antes se asignaba tanta importancia, de
pronto parecían menos marcadas.
« Somos todos humanos» , era una frase que se oía habitualmente en esos
días. Lo notable era, con qué poca frecuencia se había expresado esa clase de
sentimientos, sobre todo en los medios de comunicación. « Compartimos el
mismo planeta» , se decía, « la misma civilización» . Si a los representantes de
alguna facción ideológica se les ocurría reclamar prioridad en posibles
conversaciones, nadie suponía que los extraterrestres fueran a tomarlos en serio.
Pese a su enigmática función, el Mensaje contribuía a unir al mundo, hecho que
podía comprobarse con los propios ojos.
La primera pregunta que hizo la madre al enterarse de que no habían elegido
a Ellie, fue: « ¿Lloraste?» . Sí, lloró, reacción muy natural, por otra parte. Claro
que le hubiese gustado ser uno de los tripulantes, pero Drumlin era perfecto para
ocupar ese lugar, le contestó a la madre.
Los soviéticos no se habían decidido aún entre Lunacharsky y Arkhangelsky;
ambos se « capacitarían» para la misión. No se sabía qué significaba para ellos
capacitarse, salvo tratar de comprender la Máquina lo más posible. Algunos
norteamericanos aducían que ésa era simplemente una táctica de los soviéticos
para tener dos expertos principales, pero a Ellie le parecía una crítica mezquina
ya que tanto Lunacharsky como Arkhangelsky eran profesionales de reconocida
competencia. Le intrigaba saber cómo harían los soviéticos para decidirse por
uno u otro. Lunacharsky se encontraba en esos momentos en Estados Unidos,
pero no en Wyoming. Había viajado a Washington con una importante
delegación de su país para reunirse con el secretario de Estado y Michael Kitz,
recientemente ascendido a subsecretario de Defensa. Arkhangelsky se hallaba en
Uzbekistán.
La nueva urbanización que crecía en la inmensidad de Wy oming se llamaba
Máquina. Su contraparte soviética recibió el nombre ruso equivalente, Makhina.
Cada una de ellas era un complejo de casas, edificios, barrios comerciales y
residenciales, y —fundamentalmente— fábricas, algunas de las cuales
presentaban un aspecto sencillo, al menos por fuera. Otras, sin embargo,
impresionaban por lo exóticas, con cúpulas, alminares y kilómetros de intrincadas
cañerías exteriores. Sólo las fábricas consideradas potencialmente peligrosas —
por ejemplo las que producían los componentes orgánicos— se encontraban en