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individualistas; los soviéticos, propensos a las manifestaciones colectivas.
También le llamaba la atención que, en grupos multitudinarios, sus compatriotas
tendían a poner distancia con sus compañeros, mientras que los rusos estrechaban
filas lo más posible. Ambos estilos de aplausos —aunque predominaba
notoriamente el norteamericano—, le encantaban. Por ese momento se permitió
pensar en su padrastro. Y en su padre.
Después del almuerzo continuaron las exposiciones acerca del registro e
interpretación de los datos. David Drumlin presentó un encomiable análisis
estadístico de todas las páginas anteriores del Mensaje que hacían referencia a
nuevos diagramas numerados. Sostuvo que el texto incluía no sólo un plano para
la fabricación de una máquina, sino también la descripción de los diseños y
métodos de construcción de sus componentes. En algunos casos, expresó, se
describían industrias aún desconocidas en nuestro planeta. Ellie quedó
boquiabierta, y le preguntó con gestos a Valerian si él ya estaba enterado de eso.
Valerian hizo ademán de no saber nada. Ellie buscó alguna expresión de asombro
en la cara de otros delegados, pero lo único que advirtió fueron signos de
agotamiento. Al terminar la disertación, fue a felicitar a Drumlin, y de paso, le
preguntó cómo era que ella no estaba al tanto de esa interpretación suy a.
—No me pareció tan importante como para que se molestara en escucharla.
Fue apenas algo que se me ocurrió mientras usted consultaba a fanáticos de la
religión.
Ellie pensó que, si Drumlin hubiese sido su director de tesis, todavía no habría
podido obtener el doctorado. Él nunca la aceptó. Jamás pudieron tener una
relación académica amistosa. Suspirando, se preguntó si Ken se habría enterado
del trabajo de Drumlin con anterioridad. Sin embargo, en su carácter de
presidente de la asamblea juntamente con su colega soviético, Ken estaba
sentado en un escenario, frente a las butacas de los delegados, dispuestas en
semicírculo a su alrededor. Hacía varias semanas que lo encontraba inaccesible.
Drumlin no tenía obligación de comunicarle a ella sus descubrimientos, desde
luego. Pero ¿por qué, siempre que conversaba con él surgían controversias? En
parte, tenía la sensación de que su doctorado, y su futura carrera en el campo de
la ciencia, aún dependían exclusivamente de Drumlin.
En la mañana del segundo día, hizo uso de la palabra un miembro de la
delegación soviética a quien ella no conocía. « Stefan Alexeivich Baruda» , leyó
en la pantalla de su computadora, « Director del Instituto de Estudios para la Paz,
Academia Soviética de Ciencias, Moscú; Miembro del Comité Central del Partido
Comunista de la URSS» .
—Ahora se va a poner bravo —oy ó que le comentaba Michael Kitz a Elmo
Honicutt, del Departamento de Estado.
Baruda era un hombre atildado, vestía un elegante traje occidental, quizá de
corte italiano y hablaba el inglés a la perfección. Había nacido en una de las