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mil años más tarde nos enteramos de lo sucedido. Como las cosas no anduvieron
bien, les damos autonomía a los comandantes de la guarnición. Entonces, se
acabó el imperio. Pero ésos —señaló los manchones negros que cubrían el cielo
a sus espaldas—, ésos son caminos imperiales, como los tuvieron Persia, Roma y
China. De esa forma uno no está limitado por la velocidad de la luz. Habiendo
carreteras puede mantenerse unido un imperio.
Absorto en sus pensamientos, Eda meneaba la cabeza. Había algo vinculado
con la física que le preocupaba.
El agujero negro —si es que eso era— giraba en ese momento en torno de
Vega en una amplia franja libre de materia. Costaba creer lo negro que era.
Mientras efectuaba breves tomas del anillo exterior, Ellie se preguntó si algún
día se formaría un sistema planetario, si las partículas entrarían en colisión, se
adherirían, crecerían, si habría condensación gravitacional hasta que por último
se crearan unos pocos mundos que girasen en órbita alrededor de la estrella. El
espectáculo se asemejaba a la representación que tenían los astrónomos sobre el
origen de los planetas del sistema solar, cuatro mil quinientos millones de años
atrás. Alcanzaba a distinguir rastros no homogéneos en los anillos, visibles
protuberancias en los lugares donde, al parecer, los residuos se habían
acumulado.
El desplazamiento del agujero negro en torno de Vega producía ondas visibles
en las franjas ady acentes de desechos. Era indudable que el dodecaedro dejaba
tras de sí una modesta estela. Ellie se preguntó si esas alteraciones
gravitacionales, si ese enrarecimiento provocarían alguna consecuencia a largo
plazo. De ser así, la existencia misma de algún planeta miles de millones de años
en el futuro, quizá se debería al agujero negro y la Máquina… y por ende, al
Mensaje y al Proy ecto Argos. No quería personalizar tanto y a que, si ella no
hubiese existido, tarde o temprano otro astrónomo habría recibido el Mensaje. La
Máquina se habría activado en otro momento, y el dodecaedro habría llegado
hasta allí en otro momento. Algún otro futuro planeta del sistema podría deberle a
ella su existencia.
Quiso recorrer con la cámara desde el interior del dodecaedro, tomar los
tirantes que unían los paneles pentagonales transparentes y abarcar también el
claro que se abría en los anillos, donde ellos —y el agujero negro— giraban en
órbita. Siguió la dirección del claro, flanqueado por dos anillos azulados, hasta que
divisó a lo lejos algo raro, como una desviación perceptible en el anillo interior.
—Qiaomu —dijo, pasándole la cámara—, dime qué ves hacia allá.
—¿Dónde?
Volvió a señalarle, y enseguida advirtió que lo había notado porque percibió
que él contenía el aliento.
—Otro agujero negro, pero mucho mayor.
Estaban cay endo una vez más, pero en un túnel enormemente más amplio.