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solemnemente el Memorándum de Concordancia, todos los países que contaban
con un radiotelescopio aceptaron cooperar. Se formó una suerte de Consorcio
Mundial para el Mensaje, y de hecho la gente utilizaba esa expresión. Todos
necesitaban del cerebro y de la información de los demás si pretendían descifrar
el Mensaje.
Los diarios no hablaban de otra cosa, y se dedicaban a analizar los escasos
datos conocidos: los números primos, la transmisión de las Olimpiadas, la
existencia de un texto complicado. Era raro encontrar una sola persona en el
planeta que, de una forma u otra, no tuviese noticia del Mensaje proveniente de
Vega.
Las sectas religiosas, tanto las consolidadas como las marginales y otras
inventadas al efecto, discutían los aspectos teológicos del Mensaje. Algunos
sostenían que procedía de Dios, y otros, del diablo. Y lo más sorprendente, había
quienes ni siquiera estaban seguros. Hubo un desagradable resurgimiento del
interés por Hitler y el régimen nazi, y Vay gay le comentó a Ellie que había visto
un total de ocho esvásticas en los avisos de la sección literaria del New York Times
de ese domingo. Ellie le respondió que ocho era lo normal, pero sabía que
exageraba; algunas semanas aparecían tan sólo dos o tres. Un grupo decía tener
pruebas contundentes de que los platillos volantes se habían inventado en la
Alemania de Hitler. Una nueva raza « no mestizada» de nazis había crecido en
Vega, y ya estaba lista para bajar a arreglar los asuntos de la Tierra.
Había quienes consideraban abominable escuchar la señal e instaban a los
observatorios a suspender sus tareas; otros la tomaban como un indicio de la
Segunda Venida, auspiciaban la construcción de radiotelescopios más grandes
aún y pedían que se los instalara en el espacio. Algunos se oponían a la idea de
trabajar con los soviéticos aduciendo que podían suministrar información falsa,
aunque en las longitudes que se superponían estaban dispuestos a aceptar los datos
de iraquíes, indios, chinos y japoneses. También estaban los que percibían un
cambio en el clima político mundial y sostenían que la existencia misma del
Mensaje —aunque nunca se llegara a descifrarlo— estaba produciendo un efecto
moderador en algunos de los países más belicosos. Dado que evidentemente la
civilización transmisora era más avanzada que la nuestra, y como —al menos en
los últimos veintiséis años— no se había autodestruido, algunos sacaban la
conclusión de que no era inevitable que las civilizaciones tecnológicas se
destruyeran a sí mismas. En un mundo que encaraba cautamente la forma de
despojarse de las armas nucleares, pueblos enteros veían en el Mensaje un
motivo de esperanza. Muchos lo consideraban la mejor noticia acaecida en largo
tiempo. Durante décadas, los jóvenes habían tratado de no pensar detenidamente
en el mañana. El Mensaje les daba a entender que quizás hubiese un futuro
benigno, después de todo.
Los que se inclinaban por pronósticos tan alentadores a veces se inmiscuían