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Contacto - Carl Sagan

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declarado que muchos tipos de cáncer se debían a la oxidación. Gente que en

décadas anteriores peregrinaban en busca de curación, suplicaba en ese

momento por un pasaje al espacio, pero el precio era exorbitante. Ya se tratase

de medicina clínica o preventiva, los vuelos espaciales eran para unos pocos.

De pronto comenzaron a aparecer enormes sumas de dinero —antes

inaccesibles— para invertir en estaciones civiles. Al finalizar el Segundo Milenio,

y a había rudimentarios hoteles de retiro a pocos cientos de kilómetros de altitud.

Aparte del gasto, había también una grave desventaja, desde luego: el progresivo

daño osteológico y vascular nos imposibilitaría volver al campo gravitacional de

la superficie terráquea. No obstante, eso no constituía un gran impedimento para

muchos ancianos acaudalados quienes, con tal de ganar otra década de vida, se

mostraban muy felices de retirarse al cielo y, llegado el caso, morir allí.

Algunos lo consideraban una inversión imprudente de los escasos recursos de

la Tierra; los pobres y desvalidos padecían demasiadas necesidades apremiantes

como para derrochar dinero en mimar a los ricos y poderosos. Era una tontería

—afirmaban— permitir que una élite emigrara al espacio, mientras las masas

debían permanecer en la Tierra, un planeta entregado de hecho a propietarios

ausentes. Otros tomaron la situación como un regalo de Dios: los dueños del

planeta se marchaban en multitudes; seguramente allá arriba —sostenían— no

podrían hacer tanto daño como en la Tierra.

Nadie previó la principal consecuencia: que habrían de adquirir una

perspectiva planetaria las personas con más capacidad para hacer el bien. Al

cabo de unos años, quedaban muy pocos nacionalistas en la órbita de la Tierra.

Una guerra atómica mundial plantea verdaderos problemas a quienes sienten

cierta inclinación por la inmortalidad.

Había industriales japoneses, magnates navieros griegos, príncipes sauditas,

un expresidente, un exsecretario general del Partido, un barón chino ladrón y un

traficante de heroína, jubilado. En Occidente, aparte de algunas pocas

invitaciones promocionales, se optó por un solo criterio para poder residir en la

órbita terrestre: poder pagar. El albergue soviético era distinto; se lo denominaba

estación espacial, y se rumoreaba que estaba allí el antiguo secretario del Partido

para una « investigación gerontológica» . En general, las multitudes no lo tomaron

a mal. Algún día, pensaban, ellos también irían allí.

Los residentes de la órbita tenían un comportamiento circunspecto, medido.

Constituían el centro de atención de otras personas ricas y poderosas que aún se

hallaban en la Tierra. No emitían declaraciones públicas, pero poco a poco sus

opiniones comenzaron a influir sobre los gobernantes del mundo entero. Los

venerables de la órbita propiciaban, por ejemplo, que las cinco potencias

nucleares continuaran con el progresivo desarme. Sin estridencias apoyaron la

construcción de la Máquina por su capacidad para contribuir a la unificación del

mundo. En ocasiones, alguna organización nacionalista publicaba algo acerca de

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