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declarado que muchos tipos de cáncer se debían a la oxidación. Gente que en
décadas anteriores peregrinaban en busca de curación, suplicaba en ese
momento por un pasaje al espacio, pero el precio era exorbitante. Ya se tratase
de medicina clínica o preventiva, los vuelos espaciales eran para unos pocos.
De pronto comenzaron a aparecer enormes sumas de dinero —antes
inaccesibles— para invertir en estaciones civiles. Al finalizar el Segundo Milenio,
y a había rudimentarios hoteles de retiro a pocos cientos de kilómetros de altitud.
Aparte del gasto, había también una grave desventaja, desde luego: el progresivo
daño osteológico y vascular nos imposibilitaría volver al campo gravitacional de
la superficie terráquea. No obstante, eso no constituía un gran impedimento para
muchos ancianos acaudalados quienes, con tal de ganar otra década de vida, se
mostraban muy felices de retirarse al cielo y, llegado el caso, morir allí.
Algunos lo consideraban una inversión imprudente de los escasos recursos de
la Tierra; los pobres y desvalidos padecían demasiadas necesidades apremiantes
como para derrochar dinero en mimar a los ricos y poderosos. Era una tontería
—afirmaban— permitir que una élite emigrara al espacio, mientras las masas
debían permanecer en la Tierra, un planeta entregado de hecho a propietarios
ausentes. Otros tomaron la situación como un regalo de Dios: los dueños del
planeta se marchaban en multitudes; seguramente allá arriba —sostenían— no
podrían hacer tanto daño como en la Tierra.
Nadie previó la principal consecuencia: que habrían de adquirir una
perspectiva planetaria las personas con más capacidad para hacer el bien. Al
cabo de unos años, quedaban muy pocos nacionalistas en la órbita de la Tierra.
Una guerra atómica mundial plantea verdaderos problemas a quienes sienten
cierta inclinación por la inmortalidad.
Había industriales japoneses, magnates navieros griegos, príncipes sauditas,
un expresidente, un exsecretario general del Partido, un barón chino ladrón y un
traficante de heroína, jubilado. En Occidente, aparte de algunas pocas
invitaciones promocionales, se optó por un solo criterio para poder residir en la
órbita terrestre: poder pagar. El albergue soviético era distinto; se lo denominaba
estación espacial, y se rumoreaba que estaba allí el antiguo secretario del Partido
para una « investigación gerontológica» . En general, las multitudes no lo tomaron
a mal. Algún día, pensaban, ellos también irían allí.
Los residentes de la órbita tenían un comportamiento circunspecto, medido.
Constituían el centro de atención de otras personas ricas y poderosas que aún se
hallaban en la Tierra. No emitían declaraciones públicas, pero poco a poco sus
opiniones comenzaron a influir sobre los gobernantes del mundo entero. Los
venerables de la órbita propiciaban, por ejemplo, que las cinco potencias
nucleares continuaran con el progresivo desarme. Sin estridencias apoyaron la
construcción de la Máquina por su capacidad para contribuir a la unificación del
mundo. En ocasiones, alguna organización nacionalista publicaba algo acerca de