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Contacto - Carl Sagan

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presentes, pero también para imaginarlos cuando en realidad no existen. Cierta

secuencia de los pulsos, cierta configuración de la electricidad estática a veces

daba la sensación de ser un ritmo sincopado o una breve melodía. Se conectó con

un par de radiotelescopios que estaban recibiendo una fuente de emisión

radioeléctrica galáctica y a conocida. Oyó entonces una perturbación silbante

originada en la dispersión de ondas de radio producida por los electrodos del gas

interestelar existente entre la fuente de emisión y la Tierra. Cuanto más

pronunciado fuese el silbido, más electrones había en el camino y más lejos se

hallaba de la Tierra la fuente emisora de ondas. Tantas veces había realizado esta

operación que podía con sólo escuchar una vez la perturbación silbante,

determinar con exactitud la distancia. Ésa en particular estaba a mil años luz de

distancia, mucho más allá de las estrellas cercanas, pero aún dentro de la Galaxia

de la Vía Láctea.

Ellie retomó el modo habitual de estudiar el firmamento que se empleaba en

Argos, y tampoco advirtió esquema alguno. Se sentía como el músico que oy e el

tronar de una tormenta distante. Los ocasionales y pequeños trozos de esquema la

perseguían, introduciéndose en su memoria con tal insistencia que a veces tenía

necesidad de volver a pasar alguna cinta en particular para verificar si no había

algo que su mente había captado y que las computadoras hubiesen pasado por

alto.

Durante toda la vida los sueños habían sido sus amigos. Sus sueños eran

increíblemente pormenorizados, bien estructurados, coloridos. Veía, por ejemplo,

la cara de su padre desde corta distancia, o el interior de una radio vieja hasta en

su más mínimo detalle. Siempre pudo rememorar sus sueños, salvo en las épocas

de may or tensión, como los días previos a su examen oral para obtener el

doctorado o cuando decidió separarse de Jesse. Sin embargo, en ese momento le

resultaba difícil recordar las imágenes de los sueños y lo más desconcertante era

que había comenzado a soñar sonidos, como suele sucederles a los ciegos de

nacimiento. En las primeras horas de la mañana su mente inconsciente generaba

algún tema o melodía que nunca antes había oído. Se despertaba, encendía la

lamparilla, tomaba el lápiz que había dejado sobre la mesita de noche con ese

fin, dibujaba un pentagrama y transcribía la música en papel. A veces, luego de

un largo día de trabajo, la pasaba en su grabador y se preguntaba si la habrían

oído en Serpentario o Capricornio. No tenía más remedio que reconocer que la

obsesionaban los electrones, los huecos móviles que habitan en receptores y

amplificadores, y los campos magnéticos del tenue gas que existe entre las

lejanas estrellas titilantes.

Se trataba de una única nota repetida, aguda, y demoró un instante en

reconocerla. Luego tuvo la certeza de que hacía treinta y cinco años que no la

oía. Era la polea de metal de la cuerda del tendedero que se quejaba cada vez

que su madre daba un tirón cuando colgaba ropa recién lavada para secarse al

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