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sus pañuelos rojos al viento a medida que se deslizaban hasta el suelo. La enorme
isla soviética en el mar Ártico se llamaba Novaya Zemlya, Tierra Nueva. Fue
allí donde, en 1961, hicieron detonar un arma termonuclear de cincuenta y ocho
megatones, la may or explosión obtenida hasta entonces por el ser humano. Sin
embargo, ese día de primavera en particular, con tantos vendedores ambulantes
que ofrecían el helado que tanto enorgullece a los moscovitas, con familias de
paseo y un viejo sin dientes que les sonreía a Ellie y Lunacharsky como si fuesen
enamorados, la vieja Tierra les parecía sobradamente hermosa.
En las poco habituales visitas de Ellie a Moscú o Leningrado, Vaygay
organizaba programas para la noche. En grupos de seis u ocho asistían al ballet
del Bolshoi o del Kirov, con entradas que Lunacharsky se ingeniaba para
conseguir. Ellie agradecía a sus anfitriones la velada, y éstos le agradecían a ella
y a que —explicaban—, sólo podían concurrir a dichos espectáculos en compañía
de visitantes extranjeros. Vaygay nunca llevaba a su esposa, y por supuesto Ellie
jamás la conoció. Él decía que su mujer era una médica dedicada por completo
a sus pacientes. Ellie le preguntó una vez qué era lo que más lamentaba, y a que
sus padres no habían cumplido nunca sus aspiraciones de irse a vivir a los Estados
Unidos. « Lo único que lamento» , respondió él con voz seria, « es que mi hija se
haya casado con un búlgaro» .
En una ocasión, Vaygay organizó una cena en un restaurante caucásico de
Moscú, y contrató un tamada, un profesional para dirigir los brindis, de nombre
Khaladze. El hombre era un maestro en ese arte, pero el dominio que tenía Ellie
del ruso dejaba tanto que desear, que tuvo que hacerse traducir casi todos los
brindis. Vaygay se volvió hacia ella y, sentando el tono que habría de imperar en
la velada le comentó: « A los que beben sin brindar los llamamos alcohólicos» .
Uno de los primeros brindis, relativamente mediocre, concluyó con deseos de
« paz en todos los planetas» , y Vaygay le explicó que la palabra mir significaba
mundo, paz y una comunidad autónoma de campesinos que se remontaba hasta
la antigüedad. Discutieron acerca de si había más paz en el mundo en las épocas
en que las may ores unidades políticas eran del tamaño de una aldea. « Toda
aldea es un planeta» aseguró Lunacharsky, levantando su copa. « Y todo planeta
es una aldea» , le contestó Ellie.
Esas reuniones solían ser no poco estruendosas. Se bebían enormes cantidades
de coñac y vodka, pero nadie dio nunca la impresión de estar del todo ebrio. Se
marchaban ruidosamente del restaurante a la una o dos de la madrugada y
buscaban un taxi, por lo general, infructuosamente. Varias veces Vaygay la
acompañó a pie el tray ecto de cinco o seis kilómetros entre el restaurante y el
hotel donde ella se alojaba. Él se comportaba como una especie de tío, atento,
tolerante en sus juicios políticos, impetuoso en sus pronunciamientos científicos.
Pese a que sus escapadas sexuales eran legendarias entre sus colegas, jamás se
permitió siquiera despedir con un beso a Ellie. Eso la había intrigado siempre,