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amenazó con desheredarla si contraían matrimonio. El padre le advirtió que, si se
casaba, llevaría luto como si ella hubiese muerto. De todas formas se casaron.
« No me quedaba otra salida; estábamos demasiado enamorados» , confesó. Ese
mismo año él murió de septicemia, que contrajo al practicar una autopsia sin la
adecuada supervisión.
En vez de reconciliarla con su familia, la muerte de Surindar consiguió
exactamente lo contrario. Devi se doctoró en medicina y decidió permanecer en
Inglaterra. Descubrió su gusto por la biología molecular y muy pronto se dio
cuenta de que tenía un verdadero talento para tan rigurosa disciplina. La
reproducción del ácido nucleico la alentó a investigar el origen de la vida y eso a
su vez la indujo a considerar la vida en otros planetas.
—Podríamos decir que mi carrera científica ha sido una secuencia de
asociaciones libres; una cosa me fue llevando a la otra.
Últimamente se había dedicado a la caracterización de materia orgánica
procedente de Marte. Si bien nunca volvió a casarse, decía que varios hombres la
pretendían. Desde hacía un tiempo salía con un científico de Bombay, experto en
computadoras.
Siguieron caminando hasta la Cour Napoleón, el patio interior del museo del
Louvre. En el centro, la recientemente construida —y muy criticada— entrada
piramidal; alrededor del patio, en altos nichos, había esculturas de los héroes de la
civilización francesa. Debajo de cada hombre venerado —muy pocos ejemplos
de mujeres pudieron ver— figuraba el apellido. Algunas de las inscripciones
estaban gastadas, por la erosión natural o por la mano de algún ofendido visitante.
Frente a una o dos estatuas, costaba mucho adivinar quién había sido el personaje
ilustre. En uno de los monumentos, el que había provocado el may or
resentimiento del público, apenas quedaban tres letras.
A pesar de que se estaba poniendo el sol y el Louvre permanecía abierto casi
hasta la noche, no entraron sino que continuaron caminando junto al Sena,
siguiendo el curso del río hasta el Quai d’Orsay. Los puestos de venta de libros
estaban y a por cerrar. Prosiguieron su paseo tomadas del brazo, a la usanza
europea.
Delante de ellas iba un matrimonio francés; los padres sostenían de la mano a
su hijita, una niña de aproximadamente cuatro años quien, de vez en cuando,
daba un brinco en el aire. Daba la impresión de que, en su momentánea
suspensión en gravedad cero, la criatura experimentaba algo parecido al éxtasis.
Los padres hacían comentarios sobre el Consorcio Mundial para el Mensaje, lo
cual no era de extrañar puesto que era el tema dominante en todos los periódicos.
El hombre aprobaba la idea de fabricar la Máquina, y a que ello implicaría
utilizar nuevas tecnologías y crear más empleos en Francia. La mujer era más
cautelosa, por motivos que no sabía exponer con claridad. La hijita, con sus
trenzas al viento, no demostraba la más mínima preocupación por los planos que