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Contacto - Carl Sagan

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acababa de dispersarse por el planeta. Tenía puestos de avanzada en el

lecho marino y en la órbita de baja altitud. Se arracimaban en cada

rinconcito de su pequeño mundo. La frontera que marcaba el paso de la

noche al día avanzaba hacia el oeste, y siguiendo su movimiento, millones

de seres realizaban el ritual de sus abluciones matutinas. Vestían abrigos o

prendas de algodón, bebían café, té o diente de león, se movilizaban en

bicicletas, automóviles o bueyes, reflexionaban brevemente sobre las

tareas escolares, sobre las plantaciones de primavera, sobre el destino del

mundo.

Los primeros impulsos del conjunto de radioondas se insinuaron en

medio de la atmósfera y las nubes, golpearon contra el paisaje y resultaron

parcialmente de vuelta hacia el espacio. A medida que la Tierra giraba

debajo de ellos, nuevos impulsos arribaron, abarcando no sólo ese planeta

en particular sino la totalidad del sistema. Ninguno de los mundos

interceptó más que una mínima cantidad de la energía. La mayor parte

continuó su camino sin esfuerzo, mientras la estrella amarilla y sus mundos

acompañantes se sumergían en una dirección totalmente distinta, en las

tinieblas.

Vestido con una chaqueta de dacrón que llevaba el monograma de un

conocido equipo de voleibol, el oficial de guardia del turno de noche se acercó al

edificio de control. Un grupo de radioastrónomos salía en ese momento a cenar.

—¿Cuánto hace que buscas hombrecitos verdes? Más de cinco años, ¿no,

Willie?

Intercambiaron bromas amables, pero él notó cierto nerviosismo en su

humor.

—Danos un descanso, Willie —pidió el otro—. El programa de luminosidad

de cuásar anda estupendo, pero vamos a demorar una eternidad si sólo nos

permiten un dos por ciento del tiempo del uso del telescopio.

—Sí, Jack, cómo no.

—Willie, estamos remontándonos hasta el origen del universo. Nuestro

programa también es importante. Sabemos que hay un universo allá, pero ustedes

no han constatado que hay a ni un solo hombrecito verde.

—Plantéaselo a la doctora Arroway. Estoy seguro de que le encantará oír tu

opinión.

El oficial de guardia entró en la zona de control. Revisó rápidamente las

decenas de pantallas de televisión donde se verificaba el progreso de la

exploración de radio. Acababan de terminar de estudiar la constelación de

Hércules. Se habían internado en el corazón de un enjambre de galaxias mucho

más remotas que la Vía Láctea, a unos cien millones de años luz; habían

sintonizado M31, un conglomerado de aproximadamente trescientas mil estrellas,

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