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tendría que echarlo de menos. (Trató de no reflexionar mucho sobre ese
sentimiento puesto que no le parecía muy cierto). Además, si nunca se
encariñaba de veras con un hombre, jamás podría traicionarle; en lo más íntimo
de su ser sentía que su madre había traicionado a su padre, a quien todavía
extrañaba muchísimo.
Con Ken, las cosas parecían distintas. ¿O acaso ella habría ido modificando
sus propias expectativas con el correr de los años? A diferencia de otros hombres,
en situaciones de tensión Ken se mostraba más cariñoso y compasivo. Su
tendencia a hacer concesiones y su gran capacidad para la política científica
eran condiciones necesarias para su trabajo, pero debajo de esa capa ella creía
presentir algo sólido. Le respetaba por la forma en que había incorporado la
ciencia en la totalidad de su vida y por el valiente apoyo a la ciencia que había
tratado de inculcar en los funcionarios de dos gobiernos.
Con la mayor discreción posible, vivían juntos en el pequeño departamento
de Ellie. Sus diálogos eran una delicia, un ágil intercambio de ideas. A veces
respondían frases aún incompletas, como si de antemano conocieran
perfectamente lo que el otro iba a decir. Ken era un amante tierno e inventivo.
Ellie solía asombrarse de las cosas que era capaz de hacer en presencia de él,
debido al amor que compartían. Se sentía más conforme consigo misma gracias
al amor de Ken. Y como era obvio que él experimentaba lo mismo, su relación
se asentaba sobre una base de amor y respeto infinitos. Al menos, eso pensaba
ella. En compañía de muchos de sus amigos sentía una profunda soledad, que
jamás la dominaba cuando estaba con Ken.
Le gustaba contarle sus recuerdos, fragmentos del pasado, y él no sólo
manifestaba interés sino que parecía fascinado. La interrogaba durante horas
sobre su infancia, siempre con preguntas directas pero cariñosas. Ellie empezó a
entender por qué los enamorados suelen hablarse con lenguaje de bebés: no
había ninguna otra circunstancia socialmente aceptable que permitiese aflorar en
una persona al niño que llevaba dentro. Si el niño de un año, de cinco, de doce, o
el joven de veinte encuentran personalidades compatibles en el ser amado, existe
una posibilidad real de mantener felices a esas subpersonas. El amor pone fin a
su larga soledad. Quizá la profundidad del cariño puede medirse por el número
de identidades que se movilizan en una relación afectiva. Ellie tenía la sensación
de que, con sus anteriores compañeros, sólo una identidad había hallado su
contraparte compatible, mientras que las demás se habían vuelto parásitas.
El fin de semana anterior a la reunión con Palmer Joss, estaban tendidos en la
cama mientras el sol de la tarde, que entraba por entre las persianas, dibujaba
formas sobre sus cuerpos enlazados.
—En la conversación cotidiana —decía Ellie—, puedo hablar de mi padre sin
sentir más que… una leve punzada de dolor. Pero si realmente me pongo a
evocarlo —digamos, a rememorar su sentido del humor, esa pasión suy a por la