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hallaba en el sistema de una estrella con doble agujero negro, de muy poca
masa. Sabía que los agujeros negros no podían ser producto de un colapso estelar,
de la normal evolución de los sistemas estelares puesto que eran demasiado
pequeños. Quizá fueran primordiales, residuos que hubieran quedado del Big
Bang, capturados por alguna inimaginable nave estelar, arrastrados luego hasta su
correspondiente sitio. Quería preguntar sobre ese tema, pero la gira continuaba
sin pausa.
Alrededor del centro de la Galaxia giraba un disco de hidrógeno, y dentro de
él, un anillo de nubes moleculares que se desplazaban hacia la periferia. Él le
mostró los movimientos ordenados del gigantesco complejo molecular Sagitario
82, lugar que, durante décadas, los radioastrónomos de la Tierra habían
explorado en busca de moléculas orgánicas. Más cerca del centro encontraron
otra inmensa nebulosa molecular, y luego Sagitario A, una intensa fuente de
emisión de radioondas que la misma Ellie había observado desde Argos.
A continuación, en el propio núcleo de la Galaxia, trabados en un apasionado
abrazo gravitacional, había un par de portentosos agujeros negros. La masa de
uno de ellos era cinco millones de soles. De sus fauces emergían ríos de gas, del
tamaño de los sistemas solares. Dos colosales —pensó en cuántas limitaciones
tenían los idiomas terrestres—, dos monumentales agujeros negros giraban en
órbita, uno alrededor del otro, en el centro de la Galaxia. Sobre uno se tenían
noticias, o al menos se sospechaba su existencia; pero… ¿dos? Ese fenómeno, ¿no
debía haber aparecido como un desplazamiento Doppler de las líneas
espectrales? Se imaginó un cartel, debajo de uno de ellos, que dijera ENTRADA,
y junto al otro, SALIDA. Por el momento, la entrada se encontraba en uso; la
salida estaba simplemente allí.
Y era precisamente allí donde se hallaba la estación Grand Central, apenas en
el límite exterior de los agujeros negros del núcleo de la Galaxia. Los cielos
brillaban debido a los millones de estrellas jóvenes cercanas; sin embargo, las
estrellas, el gas y el polvo, eran consumidos por el agujero negro de entrada.
—Esto va a alguna parte, ¿verdad?
—Por supuesto.
—¿Puedes decirme adónde?
—Claro. Todo termina en Cygnus A.
Sobre Cy gnus A sí sabía algo. A excepción de unos restos de supernova que
permanecían en Casiopea, Cy gnus A era la más brillante fuente de emisión de
radioondas de los cielos. Ella había calculado que, en un segundo, Cy gnus A
produce más energía que el Sol en cuarenta mil años. La fuente emisora se
hallaba a seiscientos millones de años luz, mucho más lejos que la Vía Láctea, en
el reino de las galaxias. Tal como ocurría con muchas fuentes extragalácticas de
radioondas, dos enormes chorros de gas, que se desplazaban casi a la velocidad
de la luz, estaban produciendo una compleja red de frente de choque con el gas