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Había conejos a lo largo de toda la carretera de asfalto. Ya los había visto
antes, en ocasión de salir de viaje hacia el oeste de Texas. Se los veía agazapados,
ocupando las banquinas, pero en el momento en que los iluminaba con los nuevos
faros de cuarzo del Thunderbird, se levantaban sobre las patas traseras y dejaban
colgar las manitas fláccidas, transfigurados.
Durante kilómetros hubo una guardia de honor de conejos del desierto que se
cuadraban —al menos eso parecía— cuando el coche pasaba raudamente frente
a ellos. Los animales levantaban la mirada, mil narices rosadas se fruncían, dos
mil ojos brillaban en la oscuridad cuando la extraña aparición se abalanzaba
hacia ellos.
« A lo mejor se trata de una especie de experiencia religiosa» , pensó Ellie.
Casi todos daban la impresión de ser conejos jóvenes. Quizá no hubiesen visto
nunca faros de auto, dos potentes haces de luz que avanzaban a ciento treinta
kilómetros por hora. Pese a que eran miles los conejos que se alineaban al
costado del camino, no vio ni uno solo salido de la fila, en medio de la calzada, ni
un solo animal muerto. ¿Por qué sería que se ubicaban en hilera a lo largo de la
ruta? « Quizá tenga algo que ver con la temperatura del asfalto» , pensó. O tal vez
hubieran estado merodeando entre la vegetación cercana y sintieron curiosidad
por ver qué eran esas enormes luces que se acercaban. No obstante, ¿era
razonable que ninguno cruzara a saltitos para visitar a sus primos de enfrente?
¿Qué imaginaban que era un camino? ¿Una presencia extraña en medio de ellos,
construida quién sabe con qué fin, por criaturas a quienes la mayoría de ellos
nunca había visto? Dudaba de que alguno se lo hubiese planteado jamás.
El chirrido de las cubiertas sobre el asfalto producía una especie de ruido
blanco, y Ellie se dio cuenta de que, involuntariamente, aguzaba el oído, como si
pretendiera descubrir alguna suerte de esquema. Últimamente se había
acostumbrado a prestar atención a muchas fuentes emisoras de ruido blanco: el
motor del refrigerador que se ponía en funcionamiento a media noche, el agua
que caía para llenar la bañera, la máquina de lavar, el rugir del océano durante
un breve viaje para bucear en una isla cercana a Yucatán, viaje que ella acortó
debido a lo impaciente que estaba por volver a su trabajo.
Todos los días escuchaba estos ruidos aleatorios y trataba de determinar si
había en ellos menos esquemas aparentes que en la electricidad estática
interestelar.
Ellie había estado en Nueva York el mes de agosto anterior para asistir a una
reunión de URSI, siglas en francés para denominar a la Unión Radio Científica
Internacional. Le habían advertido que los subterráneos eran peligrosos, pero el
ruido blanco que producían le resultó irresistible. Como en el traqueteo del tren
crey ó entrever una clave, decidió perder medio día de deliberaciones para viajar
de la calle Treinta y Cuatro hasta Coney Island, de regreso al centro de
Manhattan, para tomar luego una línea diferente que habría de llevarla hasta el