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fueran a rendir homenaje a sus muertos.
Al contemplar este panorama, S. R. Hadden se sintió consternado
considerando que esos ilustres personajes hubieran estado dispuestos a
conformarse con una porción tan ínfima de inmortalidad. Sus partes orgánicas —
el cerebro, el corazón, todo lo que los distinguía como personas— se había
atomizado en la cremación. Después de la cremación, no queda nada de uno,
apenas huesos pulverizados, material harto insuficiente como para que una
civilización avanzada pueda reconstruirnos a partir de nuestros restos. Y por si
fuera poco, el ataúd se situaba en el cinturón de Van Allen, donde hasta las
cenizas resultan lentamente calcinadas.
Cuánto mejor sería —reflexionó— si se pudieran conservar algunas células
nuestras vivas, con el ADN intacto. Deseaba que hubiera alguna empresa que
contra el pago de un abultado arancel, congelara una porción de nuestro tejido
epitelial y lo lanzara a una órbita alta, muy por encima del anillo de Van Allen,
quizá más arriba incluso que la órbita geosincrónica. Así por lo menos algún
biólogo molecular de otro planeta —o su similar terrestre del lejano futuro—
podría reconstruirnos más o menos desde el comienzo. Nos restregaríamos los
ojos, estiraríamos los brazos y nos despertaríamos en el año diez millones. O
bien, si nadie tocara nuestros restos, seguirían habiendo en existencia múltiples
copias de nuestro código genético, o sea que estaríamos vivos en principio. En
cualquiera de ambos casos podría asegurarse que viviríamos eternamente.
Sin embargo, a medida que Hadden cavilaba más sobre el tema, la
perspectiva comenzaba a resultarle demasiado modesta. Después de todo, no
seríamos realmente nosotros, sino apenas unas pocas células que, en el mejor de
los casos, servirían para reconstruir nuestra forma física. Pero eso no es uno.
Sería necesario, pues, incluir fotos de familia, una minuciosa biografía, todos los
libros y la música que nos gustaron en vida, y la may or cantidad posible de datos
sobre nosotros. La marca preferida de loción para después de afeitarse, por
ejemplo, o la gaseosa dietética de nuestra preferencia. Pese a lo tremendamente
egoísta que podía parecer la idea, le fascinaba. Al fin y al cabo, la era había
provocado un prolongado delirio escatológico. Era natural, entonces, pensar en la
propia muerte mientras todo el mundo meditaba sobre la extinción de la especie,
o del planeta, o sobre el ascenso de los elegidos a los cielos.
Como no podía presuponerse que los extraterrestres sabrían inglés, si
deseaban reconstruirnos deberían tomar nuestro idioma, razón por la cual sería
necesario incluir también una especie de traducción, problema que a Hadden le
causaba enorme placer: era casi la antítesis del problema que había significado la
decodificación del Mensaje.
Todo eso hacía imprescindible contar con una voluminosa cápsula espacial,
para no quedar limitados a unas meras muestras de tejido. Bien podíamos enviar
nuestro cuerpo entero. Sería una gran ventaja que pudiéramos congelarnos