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Contacto - Carl Sagan

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—El académico Lunacharsky, la doctora Arroway y otros científicos

coinciden en suponer que estamos recibiendo instrucciones para la fabricación de

una máquina compleja. Supongamos que el Mensaje termina, que vuelve al

comienzo y que nos llega la introducción imprescindible para comprender el

resto. Supongamos también que seguimos colaborando todos con la may or buena

voluntad, que intercambiamos los datos, las fantasías, los sueños.

» Ahora bien. Los habitantes de Vega no nos envían esas instrucciones sólo

para divertirse; lo que pretenden es que construy amos una máquina. A lo mejor

nos dicen para qué sirve dicha máquina, o tal vez no. Pero aun si nos lo dijeran,

¿por qué tenemos que creerles? ¿Y si este aparato fuera un Caballo de Troy a?

Afrontamos el enorme costo de construir la máquina, la encendemos y de pronto

brota de ella un ejército invasor. ¿Y si provocara el fin del mundo? La

fabricamos, la ponemos en funcionamiento y explota el planeta. Quizá sea esa su

forma de erradicar las civilizaciones nuevas del cosmos. No les costaría mucho;

sólo pagarían un telegrama, y la civilización receptora, obediente, se

autodestruiría.

» Lo que voy a proponer es sólo una sugestión, un tema a debatir, que planteo

a consideración de ustedes. Todos habitamos el mismo planeta y por ende

nuestros intereses son comunes. Mi pregunta es esta: ¿no sería mejor quemar

todos los datos y destruir los radiotelescopios?

Se produjo una conmoción. Numerosas delegaciones solicitaron

simultáneamente el uso de la palabra. En cambio, los dos presidentes de la

asamblea sólo crey eron necesario recordar a los representantes que estaba

prohibido grabar o filmar las sesiones, así como también conceder entrevistas al

periodismo. Todos los días se emitiría un comunicado de prensa redactado por

ambos presidentes y suscrito por los jefes de las diferentes delegaciones. No

podían trascender ni siquiera los pormenores de ese debate.

Varios delegados pidieron aclaraciones a la presidencia.

—Si Baruda tiene razón en su hipótesis del Caballo de Troya o del fin del

mundo, ¿no sería nuestra obligación informar al público? —gritó el representante

holandés, pero como no se le había autorizado a hablar tampoco se le conectó el

micrófono.

Ellie oprimió la tecla correspondiente de su computadora para solicitar turno

en la lista de oradores, y comprobó que la ponían en segundo lugar, después de

Sukhavati y antes que uno de los delegados chinos.

Ellie conocía apenas a Devi Sukhavati. Se trataba de una mujer imponente, de

cuarenta y tantos años, peinada al estilo occidental, con sandalias de tacón alto y

ataviada con un hermoso sari de seda. Si bien era médica de profesión, se había

convertido en una de las principales expertas indias en biología molecular, que

trabajaba alternativamente en el King’s College, de Cambridge, y en el Instituto

Tata, de Bombay. Era una de las pocas personas de su país que integraban la

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