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—El académico Lunacharsky, la doctora Arroway y otros científicos
coinciden en suponer que estamos recibiendo instrucciones para la fabricación de
una máquina compleja. Supongamos que el Mensaje termina, que vuelve al
comienzo y que nos llega la introducción imprescindible para comprender el
resto. Supongamos también que seguimos colaborando todos con la may or buena
voluntad, que intercambiamos los datos, las fantasías, los sueños.
» Ahora bien. Los habitantes de Vega no nos envían esas instrucciones sólo
para divertirse; lo que pretenden es que construy amos una máquina. A lo mejor
nos dicen para qué sirve dicha máquina, o tal vez no. Pero aun si nos lo dijeran,
¿por qué tenemos que creerles? ¿Y si este aparato fuera un Caballo de Troy a?
Afrontamos el enorme costo de construir la máquina, la encendemos y de pronto
brota de ella un ejército invasor. ¿Y si provocara el fin del mundo? La
fabricamos, la ponemos en funcionamiento y explota el planeta. Quizá sea esa su
forma de erradicar las civilizaciones nuevas del cosmos. No les costaría mucho;
sólo pagarían un telegrama, y la civilización receptora, obediente, se
autodestruiría.
» Lo que voy a proponer es sólo una sugestión, un tema a debatir, que planteo
a consideración de ustedes. Todos habitamos el mismo planeta y por ende
nuestros intereses son comunes. Mi pregunta es esta: ¿no sería mejor quemar
todos los datos y destruir los radiotelescopios?
Se produjo una conmoción. Numerosas delegaciones solicitaron
simultáneamente el uso de la palabra. En cambio, los dos presidentes de la
asamblea sólo crey eron necesario recordar a los representantes que estaba
prohibido grabar o filmar las sesiones, así como también conceder entrevistas al
periodismo. Todos los días se emitiría un comunicado de prensa redactado por
ambos presidentes y suscrito por los jefes de las diferentes delegaciones. No
podían trascender ni siquiera los pormenores de ese debate.
Varios delegados pidieron aclaraciones a la presidencia.
—Si Baruda tiene razón en su hipótesis del Caballo de Troya o del fin del
mundo, ¿no sería nuestra obligación informar al público? —gritó el representante
holandés, pero como no se le había autorizado a hablar tampoco se le conectó el
micrófono.
Ellie oprimió la tecla correspondiente de su computadora para solicitar turno
en la lista de oradores, y comprobó que la ponían en segundo lugar, después de
Sukhavati y antes que uno de los delegados chinos.
Ellie conocía apenas a Devi Sukhavati. Se trataba de una mujer imponente, de
cuarenta y tantos años, peinada al estilo occidental, con sandalias de tacón alto y
ataviada con un hermoso sari de seda. Si bien era médica de profesión, se había
convertido en una de las principales expertas indias en biología molecular, que
trabajaba alternativamente en el King’s College, de Cambridge, y en el Instituto
Tata, de Bombay. Era una de las pocas personas de su país que integraban la