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Máquina, si se resolvía construirla; y, en resumen, la necesidad de fomentar el
entusiasmo del pueblo norteamericano y del Congreso para prestar apoyo al
proy ecto. Der Heer se apresuró a agregar que se trataba sólo de planes de
contingencia, que no se estaba tomando decisión alguna y que, sin lugar a dudas,
la preocupación de los soviéticos acerca del Caballo de Troya tenía su parte de
razón.
Kitz planteó cómo se integraría « la tripulación» .
—Nos piden que sentemos a cinco personas en sillones tapizados. ¿Qué
personas? ¿Sobre qué base las elegimos? Probablemente tenga que ser un grupo
internacional. ¿Cuántos norteamericanos? ¿Cuántos rusos? ¿Alguien más? No
sabemos qué les va a suceder a esos cinco individuos cuando los situemos allí,
pero queremos seleccionar a los mejores.
Ellie no mordió el anzuelo y él prosiguió.
—Otra cuestión fundamental es determinar quién financia esto, quién fabrica
qué cosa, quién va a estar a cargo de la integración general. Creo que en este
sentido podemos negociar que hay a mayoría de compatriotas en la tripulación.
—Sigue en pie la idea de enviar a los mejores —acotó Der Heer.
—Claro —respondió Kitz—. Pero ¿qué significa « los mejores» ? ¿Los
científicos? ¿Personas que hay an trabajado en organismos militares de
inteligencia? ¿Hablamos de resistencia física, de patriotismo? (Ésta no es una
mala palabra, dicho sea de paso). Además —miró fijamente a Ellie—, está el
tema del sexo. De los sexos, quiero decir. ¿Mandamos sólo a hombres? Si
incluy éramos a hombres y mujeres, tendría que haber más de un sexo que del
otro puesto que los lugares son cinco, un número impar. ¿Todos los miembros de
la tripulación serán capaces de trabajar en armonía? Si seguimos adelante con
este proy ecto, habrá arduas negociaciones.
—A mí no me parece bien —intervino Ellie—. Esto no es como comprar un
cargo de embajador contribuy endo para una campaña política. Esto es un asunto
serio. ¿Pretende acaso enviar a cualquier idiota, a un veinteañero que desconoce
cómo funciona el mundo y lo único que sabe es obedecer órdenes, a un político
viejo?
—No. Es verdad —admitió Kitz con una sonrisa—. Pienso que vamos a
encontrar candidatos que nos satisfagan.
Der Heer, con ojeras que le daban un aspecto demacrado, concluy ó la
reunión. En su rostro se insinuó una sonrisita dirigida a Ellie, pero sin demasiada
emoción. Las limusinas de la embajada los aguardaban para llevarlos de regreso
al Palacio de l’Élysée.
—Te digo por qué sería mejor enviar rusos —explicaba en ese momento
Vaygay —. Cuando ustedes los norteamericanos conquistaban sus territorios —
pioneros, cazadores de pieles, exploradores indios y todo eso—, nadie les opuso
resistencia en el mismo plano tecnológico. Fue así como atravesaron el