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pudo haber sido cualquiera de los otros seis países que cuentan con plataformas
de lanzamiento. Sin embargo, y a hemos realizado investigaciones, y
comprobamos que ninguno lanzó un satélite de libre vuelo en la órbita adecuada,
razón por la cual nos inclinamos a pensar en un particular, y el primero que nos
vino a la mente fue un señor de nombre S. R. Hadden. ¿Lo reconoce?
—No sea ridículo, Michael. Yo hablé con usted sobre Hadden incluso antes de
haber viajado a Matusalén.
—Quería asegurarme de que estuviéramos de acuerdo en lo básico. A ver
cómo le suena esta explicación. Usted y los rusos planifican esta estratagema y
consiguen que Hadden financie las primeras etapas: el diseño del satélite, la
invención de la Máquina, el descifrado del Mensaje, el simular daños producidos
por la radiactividad, etcétera. A cambio de eso, cuando se pone en marcha el
Proy ecto de la Máquina, él contribuy e con una parte de los tres billones de
dólares porque puede obtener suculentos beneficios. Y a juzgar por sus
antecedentes, me atrevería a afirmar que le atrae la idea de dejar al gobierno en
un papel desairado. Cuando ustedes no logran decodificar el Mensaje ni
encuentran la cartilla de instrucciones, acuden a Hadden, y él mismo les sugiere
dónde deben buscar. También ese detalle revela negligencia. Hubiera sido mejor
que se le ocurriera a usted.
—Demasiada negligencia —intervino Der Heer—. ¿No cree que si alguien
realmente estuviese planificando una treta…?
—Ken, me llama la atención que sea tan crédulo. Usted me está demostrando
a las claras por qué Arroway y los demás pensaron que convenía pedirle consejo
a Hadden, y además, cerciorarse de que supiéramos que ella había ido a verlo.
—Volvió a dirigirse a Ellie—. Doctora, trate de analizar todo desde el punto de
vista de un observador neutral…
Kitz no cejó en su cometido sino que siguió reordenando los hechos de
diversas maneras, volviendo a describir años enteros de la vida de Ellie. Si bien
ella nunca lo crey ó tonto, tampoco se imaginó que tuviese tanta inventiva. A lo
mejor alguien le había sugerido ideas, pero la fuerza emocional de la fantasía era
sólo de él. Hablaba con grandes ademanes y expresiones retóricas. Era evidente
que el interrogatorio y esa interpretación tan particular de los acontecimientos
habían despertado una gran pasión de Kitz, que al rato ella crey ó comprender.
Ninguno de los Cinco había traído a su regreso nada que tuviera una inmediata
aplicación militar, nada que reportara un beneficio de orden político, sino apenas
una historia por demás desconcertante. Además, esa historia tenía otras
implicaciones. Kitz estaba a cargo del más pavoroso arsenal de la Tierra,
mientras que los veganos se dedicaban a construir galaxias. Él era un
descendiente directo de una serie de gobernantes, norteamericanos y soviéticos,
que habían ideado la estrategia de la confrontación nuclear, mientras que los
Guardianes eran una amalgama de especies distintas, de mundos separados, que