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aunque el cariño que sentía por ella era manifiesto.
Había numerosas mujeres en la comunidad científica soviética,
comparativamente muchas más que en los Estados Unidos. No obstante, solían
ocupar puestos de un nivel medio, y los científicos hombres, al igual que sus
colegas norteamericanos, observaban con curiosidad a una mujer hermosa, de
excelente formación profesional, que defendía con ardor sus opiniones. Algunos
la interrumpían o fingían no oírla. Cuando eso ocurría, Lunacharsky
acostumbraba a preguntar en un tono de voz más fuerte que el habitual: « ¿Qué
dijo usted, doctora Arroway? No alcancé a oírle bien» .
Los demás entonces hacían silencio, y ella continuaba hablando sobre los
detectores de galio impuro o sobre el contenido de etanol en la nube galáctica
W3. La cantidad de alcohol de graduación 200 que había en esa sola nube
interestelar era más que suficiente como para mantener la actual población de la
Tierra, si cada adulto fuese un alcohólico empedernido, durante toda la vida del
sistema solar. El tamada le agradeció la información. En los brindis siguientes,
tejieron conjeturas respecto de si otras formas de vida se intoxicarían con etanol,
si la ebriedad generalizada sería un problema de toda la Galaxia y si habría en
cualquier otro mundo otra persona más competente para dirigir los brindis que
Trofim Sergeivich Khaladze.
Al llegar al aeropuerto de Albuquerque se enteraron de que, milagrosamente,
el vuelo comercial de Nueva York que traía a la delegación soviética había
llegado con media hora de adelanto. Ellie encontró a Vay gay en la tienda de
regalos regateando el precio de una chuchería. Él debió de verla por el rabillo del
ojo. Sin volverse, levantó un dedo.
—Un segundo, Arroway —dijo—. ¿Diecinueve con noventa y cinco? —
continuó, dirigiéndose al indiferente vendedor—. Ayer vi unas idénticas en Nueva
York a diecisiete con cincuenta. —Ellie se aproximó y vio que su amigo
desparramaba un mazo de naipes con personas desnudas de ambos sexos en
poses, que en ese momento se consideraban apenas indecorosas, pero que
habrían escandalizado a la generación anterior. El dependiente trató de recoger
las cartas mientras Lunacharsky se empeñaba en cubrir con ellas el mostrador.
Vay gay ganó.
—Perdone, señor, pero y o no pongo los precios. Sólo trabajo aquí —se quejó
el muchacho.
—¿Ves los fallos de una economía planificada? —le comentó Vay gay a Ellie,
al tiempo que entregaba un billete de veinte dólares—. En un verdadero sistema
de libre empresa, probablemente compraría esto por quince dólares; quizá por
doce noventa y cinco. No me mires así, Ellie, porque esto no es para mí.
Contando los comodines, hay cincuenta y cuatro naipes, cada uno de ellos un
hermoso obsequio para la gente que trabaja en mi instituto.
Sonriendo, Ellie lo tomó del brazo.