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Sabía que eran muchos los astrónomos que compartían el fastidio de Drumlin
ante Argos. Durante las largas horas de vigilia se producían acalorados debates
respecto de las intenciones de los supuestos extraterrestres. Era imposible
adivinar en qué medida serían diferentes del ser humano. Ya bastante difícil era
adivinar las intenciones de los legisladores electos de Washington. ¿Qué designios
tendrían esos seres fundamentalmente distintos, que habitaban mundos
físicamente diferentes, a cientos de miles de años luz? Algunos creían que la
señal no podría transmitirse en el espectro radioeléctrico, sino en el infrarrojo, en
el visible o quizás entre los rayos gamma. O tal vez los extraterrestres estuvieran
enviando potentes señales con una tecnología que el ser humano sólo llegaría a
desarrollar dentro de mil años.
Los astrónomos de otros institutos estaban realizando extraordinarios
descubrimientos entre las estrellas y galaxias dedicándose a aquellos objetos que,
mediante cualquier mecanismo, generaban intensas radioondas. Otros
radioastrónomos publicaban trabajos científicos, asistían a congresos,
experimentaban una gratificante sensación de progreso. Los astrónomos de
Argos no tenían por costumbre publicar nada y, por lo general, nadie reparaba en
ellos cuando se invitaba a presentar monografías en la reunión anual de la
Sociedad Astronómica Norteamericana o el simposio trienal y sesiones plenarias
de la Unión Astronómica Internacional. Por consiguiente, luego de consultarlo
con la Fundación Nacional para la Ciencia, los directivos de Argos reservaron el
veinticinco por ciento del tiempo de observación para proy ectos no vinculados
con la búsqueda de inteligencia extraterrestre. Se habían producido algunos
descubrimientos de importancia, por ejemplo, respecto a los objetos
extragalácticos que, paradójicamente, parecían moverse a mayor velocidad que
la luz; también sobre Tritón, el gran satélite de Neptuno, y sobre la materia
oscura de las galaxias más próximas donde no se podían ver estrellas.
Comenzaron entonces a sentir que se les levantaba la moral puesto que estaban
realizando una contribución en el plano de los descubrimientos astronómicos.
Cierto era que les habían prolongado el tiempo para la investigación del cielo,
pero en ese momento podían desempeñar su carrera profesional con la
tranquilidad de contar con una suerte de red de seguridad. Quizá no hallaran
indicios de la existencia de otros seres inteligentes, pero tal vez podrían extraer
otros secretos del tesoro de la naturaleza.
La búsqueda de la inteligencia extraterrestre —que todos abreviaban con las
siglas SETI, salvo los más optimistas que pensaban en la comunicación con otros
seres (CETI)—, implicaba, fundamentalmente, una observación de rutina, el
motivo principal para el cual se había construido el observatorio. Sin embargo,
una cuarta parte del tiempo de uso de los radiotelescopios más potentes del
mundo se destinaba a otros proy ectos. También se reservaba otra pequeña
cantidad de tiempo para astrónomos de otros organismos. Si bien había mejorado