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Llegarían turistas procedentes de toda la Galaxia, en especial durante las
vacaciones escolares. Después, el jefe de estación, despejaría
momentáneamente el sitio de turistas y de bestias, borraría las pisadas de la
playa, para que a su llegada, el nuevo contingente de nativos disfrutara de medio
día de descanso y recreación antes de someterlos al suplicio de las pruebas.
A lo mejor, ésa era la forma que tenían de abastecer los zoológicos. Recordó
los animales enjaulados en los zoológicos terrestres que tenían dificultades para la
reproducción al estar en cautiverio. Dio una voltereta en el agua, se zambulló
debajo de la superficie, dio luego unas brazadas en dirección a la costa y, por
segunda vez en veinticuatro horas, lamentó no haber tenido nunca un bebé.
La play a estaba desierta, y no se veía siquiera una vela en el horizonte. Unas
pocas gaviotas rondaban cerca de la orilla, al parecer en busca de cangrejos.
Deseó haber llevado pan para arrojarles unas migajas. Cuando y a estuvo seca,
se vistió y fue a inspeccionar de nuevo la puerta, que simplemente estaba allí,
aguardando. Todavía no se sentía con voluntad de entrar. Quizá más que desgana
sintiese temor.
Se alejó, sin dejar de tenerla en su campo visual. Se sentó debajo de una
palmera, flexionó las piernas hasta apoyar el mentón sobre las rodillas, y
recorrió con la mirada la play a de arenas blancas.
Al rato se puso de pie. Con la hoja de palmera y la microcámara en una
mano, se aproximó a la puerta e hizo girar el picaporte. Le dio un empujoncito y
la puerta se abrió sin el menor chirrido. Al otro lado vislumbró la play a serena,
desinteresada. Ellie entonces sacudió la cabeza, regresó al árbol y volvió a
sentarse en actitud pensativa.
Le intrigaba saber dónde estarían sus compañeros. ¿Se encontrarían en algún
edificio estrafalario, tildando respuestas en alguna prueba de elección múltiple?
¿O acaso la evaluación sería oral? ¿Y quiénes eran los examinadores? Una vez
más se dejó dominar por la inquietud. Cualquier otro ser inteligente —que
hubiera crecido en un mundo remoto, en condiciones físicas extrañas y con una
serie completamente distinta de mutaciones genéticas—, un ser de esas
características, seguramente no se asemejaría a nadie conocido, ni siquiera
imaginado. Si ésa era la estación ferroviaria de la Prueba, debía de haber jefes
de estación sin el más mínimo rasgo humano. Sentía en lo profundo de su ser un
rechazo instintivo por los insectos, los topos y las serpientes. Era de esas personas
que se estremecen —peor aún, que sienten asco— cuando se ven frente a seres
humanos hasta con la más leve malformación. Los tullidos, los niños mongólicos,
incluso los que padecen el mal de Parkinson, le provocaban desagrado y deseos
de huir. Por regla general conseguía dominarse, pero se preguntaba si, con su
actitud, no habría herido los sentimientos de alguien en alguna oportunidad.
Nunca reflexionaba demasiado sobre el tema, tomaba conciencia de su turbación
y enseguida pensaba en otra cosa.