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Contacto - Carl Sagan

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Unidos, el tema era aún objeto de controversias políticas y sectarias. Al parecer,

también se presentaban graves problemas técnicos en la Máquina soviética. Sin

embargo, en Hokkaido, en una planta industrial mucho más modesta que la de

Wyoming, y a se habían montado las clavijas y completado la fabricación del

dodecaedro, sin que se efectuara anuncio público alguno. Los antiguos

pitagóricos, descubridores del dodecaedro, habían declarado secreta su

existencia, estableciendo severas penas para quien la diera a conocer. Tal vez por

eso era adecuado que ese moderno dodecaedro, del tamaño de una casa, y luego

de transcurrir dos mil seiscientos años, fuese conocido sólo por unos pocos.

El director del proy ecto japonés decretó varios días de asueto para todo el

mundo. La ciudad más próxima era Obihiro, un hermoso lugar en la confluencia

de los ríos Yubetsu y Tokachi. Algunos fueron al monte Asahi para esquiar en la

nieve que aún no se había derretido; otros partieron en busca de aguas termales,

para calentarse con los restos de elementos radiactivos calcinados en alguna

explosión de supernova acaecida hacía millones de años. Varios miembros del

proy ecto se dirigieron a las carreras de Bamba, en las que competían carros

tirados por enormes caballos. Sin embargo, en busca de un verdadero festejo, los

cincos tripulantes se trasladaron en helicóptero a Sapporo, la ciudad más grande

de Hokkaido, situada a menos de doscientos kilómetros de distancia.

Llegaron a tiempo para concurrir al festival de Tanabata. Cabía suponer que

no existía demasiado riesgo para su seguridad puesto que el éxito del proy ecto no

dependía tanto de ellos como de la misma Máquina. Ninguno de los cinco había

recibido un entrenamiento especial, más allá de estudiar en detalle el Mensaje, la

Máquina y los instrumentos en miniatura que llevarían consigo. En un mundo

sensato, pensó Ellie, sería fácil reemplazar a cualquiera de ellos, aunque no

dejaba de reconocer los obstáculos de orden político que se habían esgrimido

cuando hubo que elegir cinco personas que fuesen aceptadas por todos los

integrantes del Consorcio Mundial para la Máquina.

Xi y Vay gay tenían « asuntos pendientes» —dijeron— que no podían

terminar si no era bebiendo sake. Por consiguiente, Ellie, Devi Sukhavati y

Abonneba Eda salieron con sus anfitriones japoneses a recorrer el paseo Odori,

con su profusa exhibición de guirnaldas y farolitos de papel, imágenes de ogros y

tortugas, y atractivas representaciones en cartón de jóvenes con atuendo

medieval. Entre dos edificios colgaba el dibujo de un pavo real, pintado sobre

tela.

Ellie miró brevemente a Eda, con su túnica de hilo bordada y su gorra alta, y

luego a Sukhavati —que vestía un hermosísimo sari de seda—, y se sintió feliz de

estar acompañada por ellos. Hasta ese momento, la Máquina japonesa había

aprobado los ensay os de rigor, y había sido posible elegir una tripulación no sólo

representativa de la población del planeta, sino también compuesta por individuos

probos, no rechazados por la clase influy ente de los cinco países. Cada uno de

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