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Unidos, el tema era aún objeto de controversias políticas y sectarias. Al parecer,
también se presentaban graves problemas técnicos en la Máquina soviética. Sin
embargo, en Hokkaido, en una planta industrial mucho más modesta que la de
Wyoming, y a se habían montado las clavijas y completado la fabricación del
dodecaedro, sin que se efectuara anuncio público alguno. Los antiguos
pitagóricos, descubridores del dodecaedro, habían declarado secreta su
existencia, estableciendo severas penas para quien la diera a conocer. Tal vez por
eso era adecuado que ese moderno dodecaedro, del tamaño de una casa, y luego
de transcurrir dos mil seiscientos años, fuese conocido sólo por unos pocos.
El director del proy ecto japonés decretó varios días de asueto para todo el
mundo. La ciudad más próxima era Obihiro, un hermoso lugar en la confluencia
de los ríos Yubetsu y Tokachi. Algunos fueron al monte Asahi para esquiar en la
nieve que aún no se había derretido; otros partieron en busca de aguas termales,
para calentarse con los restos de elementos radiactivos calcinados en alguna
explosión de supernova acaecida hacía millones de años. Varios miembros del
proy ecto se dirigieron a las carreras de Bamba, en las que competían carros
tirados por enormes caballos. Sin embargo, en busca de un verdadero festejo, los
cincos tripulantes se trasladaron en helicóptero a Sapporo, la ciudad más grande
de Hokkaido, situada a menos de doscientos kilómetros de distancia.
Llegaron a tiempo para concurrir al festival de Tanabata. Cabía suponer que
no existía demasiado riesgo para su seguridad puesto que el éxito del proy ecto no
dependía tanto de ellos como de la misma Máquina. Ninguno de los cinco había
recibido un entrenamiento especial, más allá de estudiar en detalle el Mensaje, la
Máquina y los instrumentos en miniatura que llevarían consigo. En un mundo
sensato, pensó Ellie, sería fácil reemplazar a cualquiera de ellos, aunque no
dejaba de reconocer los obstáculos de orden político que se habían esgrimido
cuando hubo que elegir cinco personas que fuesen aceptadas por todos los
integrantes del Consorcio Mundial para la Máquina.
Xi y Vay gay tenían « asuntos pendientes» —dijeron— que no podían
terminar si no era bebiendo sake. Por consiguiente, Ellie, Devi Sukhavati y
Abonneba Eda salieron con sus anfitriones japoneses a recorrer el paseo Odori,
con su profusa exhibición de guirnaldas y farolitos de papel, imágenes de ogros y
tortugas, y atractivas representaciones en cartón de jóvenes con atuendo
medieval. Entre dos edificios colgaba el dibujo de un pavo real, pintado sobre
tela.
Ellie miró brevemente a Eda, con su túnica de hilo bordada y su gorra alta, y
luego a Sukhavati —que vestía un hermosísimo sari de seda—, y se sintió feliz de
estar acompañada por ellos. Hasta ese momento, la Máquina japonesa había
aprobado los ensay os de rigor, y había sido posible elegir una tripulación no sólo
representativa de la población del planeta, sino también compuesta por individuos
probos, no rechazados por la clase influy ente de los cinco países. Cada uno de