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Contacto - Carl Sagan

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—¿En serio va a permitir que Hadden se encargue de la construcción?

—Bueno, eso no depende sólo de mí. El tratado que están redactando en París

nos asignaría un cuarto del poder de decisión. Los rusos tendrían otro cuarto; los

chinos y japoneses, en conjunto, otro cuarto, y el último cuarto para el resto del

mundo. Muchos países desean construir la Máquina, o al menos algunas partes.

Está el incentivo del prestigio, de las nuevas industrias, de conocimientos inéditos.

A mí me parece perfecto, siempre y cuando nadie nos lleve la delantera. Es

posible que a Hadden se le encomiende una parte. ¿Qué pasa? ¿Acaso no lo cree

técnicamente idóneo?

—Sí, claro que sí, pero…

—Si no hay más temas que tratar, lo veo el jueves, Ken, virus mediante.

En el momento en que Der Heer cerraba la puerta y entraba en la habitación

contigua, se produjo un explosivo estornudo presidencial. Sentado muy erguido

en un sofá, el oficial de turno se sobresaltó. Der Heer lo tranquilizó con un gesto,

y el hombre le pidió disculpas con una sonrisita.

—¿Eso es Vega? ¿Y por eso hacen tanto alboroto? —preguntó la Presidenta,

con cierto desencanto. Sus ojos se habían acostumbrado y a a la oscuridad, luego

de la arremetida de flashes y luces de televisión con que los periodistas

registraron su presencia unos momentos antes. Las fotos de la Presidenta en el

acto de mirar por el telescopio del Observatorio Naval, que aparecerían en los

diarios del día siguiente, no serían del todo auténticas puesto que ella no pudo ver

nada hasta que se retiraron los fotógrafos, restableciéndose la oscuridad del

recinto.

—¿Por qué se mueve?

—Hay turbulencia en el aire, señora —le explicó Der Heer—. Algunas

burbujas de aire tibio pasan por allí, y distorsionan la imagen.

—Es como mirar a mi marido en la mesa del desayuno cuando se interpone

una tostadora entre nosotros —comentó ella afectuosamente, levantando la voz

para que la oyera su esposo, que se encontraba cerca, conversando con el

director del observatorio.

—Sí, pero últimamente ya no hay tostadora en la mesa del desayuno —acotó

él, de buen humor.

Antes de jubilarse, Seymour Lasker ocupaba un alto cargo en el sindicato de

obreros del vestido. Había conocido a su mujer años atrás, cuando ella

representaba a una empresa de indumentaria femenina, de Nueva York, y se

enamoraron en el curso de la negociación de un convenio laboral. Llamaba la

atención la excelente relación del matrimonio teniendo en cuenta sus

ocupaciones tan disímiles.

—Yo puedo prescindir de una tostadora, pero demasiadas son las veces en

que no me es posible desay unar con él. —La Presidenta enarcó las cejas en

dirección a su marido, y luego, prosiguió mirando por el ocular del telescopio—:

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