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Contacto - Carl Sagan

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dispersaba su propia familia. El viaje en la Máquina la había transformado a ella

también. ¿Cómo podía ser de otra manera?

Se habían exorcizado varios demonios. Y justo cuando se sentía con más

capacidad que nunca para amar, de pronto se encontraba sola.

La retiraron de las instalaciones en helicóptero. Durante el largo vuelo a

Washington, durmió tan profundamente que tuvieron que sacudirla para

despertarla cuando subieron a bordo unos funcionarios de la Casa Blanca, con

motivo de un breve aterrizaje en una remota isla de Hickam Field, en Hawaii.

Habían llegado a un acuerdo. Ellie podría retornar a Argos —aunque ya no

en calidad de directora— y abocarse a la investigación científica de su agrado. Si

quería, podían incluso otorgarle inamovilidad perpetua en el cargo.

—No somos injustos —expresó finalmente Kitz al proponerle el compromiso

—. Si usted consigue una prueba concreta, convincente, la respaldaremos cuando

la dé a publicidad. Vamos a decir que le hemos pedido no dar a luz su historia

hasta no estar absolutamente seguros. Dentro de un límite razonable, apoy aremos

cualquier investigación que desee emprender. Si publicamos ahora la historia, va

a producirse una primera ola de entusiasmo, hasta que empiecen a arreciar las

críticas, lo cual la pondría a usted y a nosotros en una situación molesta. Por eso

lo mejor es obtener la prueba, si puede. —Tal vez la Presidenta lo hubiera hecho

cambiar de opinión, y a que era harto difícil que Kitz acogiera ese trato con

beneplácito.

A cambio de eso, ella no debería contar a nadie lo sucedido a bordo de la

Máquina. Los Cinco se sentaron en el dodecaedro, conversaron un rato y luego

descendieron. Si dejaba escapar una sola palabra, saldría a relucir el informe

psiquiátrico falso, la prensa tomaría conocimiento de él, y lamentablemente ella

sería despedida.

Se preguntó si habrían intentado comprar el silencio de Peter Valerian, el de

Vay gay o el de Abonneba. No consideraba posible —salvo que dieran muerte a

los equipos de interrogadores de los cinco países y al Consorcio Mundial— que

pretendieran mantener el secreto oculto toda la vida. Era una cuestión de tiempo.

« Por eso» , pensó, « lo que están comprando es tiempo» .

Le llamaba la atención que la amenazaran con tan leves castigos, aunque

cualquier transgresión al convenio —si alguna vez ocurría—, y a no sería durante

el lapso en que Kitz estuviese en funciones. Al cabo de un año, el gobierno de

Lasker abandonaría el poder, y Kitz se jubilaría, para irse luego a trabajar a un

bufete jurídico de Washington.

Supuso que Kitz habría de intentar algo más puesto que no parecía

preocuparle nada de lo que, según ella, había sucedido en el Centro Galáctico. Lo

que lo angustiaba sobremanera —estaba segura— era la posibilidad de que el

túnel siguiera abierto aunque y a no fuera hacia, sino desde, la Tierra. Pensó que

pronto desmantelarían la planta de Hokkaido. Los técnicos regresarían a sus

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