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Contacto - Carl Sagan

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rápidamente luego de la muerte. A lo mejor así habría una may or porción de

nosotros en buenas condiciones, como para que a la persona que nos encontrara

le resultase más fácil reconstruirnos. Quizás hasta pudieran devolvernos la vida,

por supuesto curando previamente el mal que nos había ocasionado la muerte.

Sin embargo, si languidecíamos un poco antes del congelamiento —por ejemplo

si los parientes no se hubieran dado cuenta de que ya estábamos muertos—,

disminuían las perspectivas de supervivencia. Lo más aconsejable, pensaba, era

que nos congelaran justo antes de morir para aumentar las posibilidades de una

eventual resurrección, aunque ciertamente habría escasa demanda para este tipo

de servicio.

Aunque pensándolo bien, ¿por qué justo antes de morir? Si sabemos que nos

queda un año o dos de vida, ¿no sería mejor que nos congelaran de inmediato,

antes de que se pudra la carne? Aun en ese supuesto —reconoció con un suspiro

—, cualquiera fuere la índole de la enfermedad, cabía la posibilidad de que

siguiera siendo incurable después de la resurrección; permaneceríamos

congelados durante una era geológica, y luego de despertarnos, moriríamos

enseguida a consecuencia de un melanoma o un infarto, sobre los cuales los

extraterrestres tal vez no supieran nada.

Sacó entonces la conclusión de que había un único modo perfecto de llevar

adelante su idea: una persona que gozara de excelente salud debía ser lanzada al

cosmos, en viaje de ida solamente. Como beneficio adicional cabía mencionar el

no tener que padecer la humillación de la vejez y la enfermedad. Al estar lejos

del sistema solar interno, el equilibrio de nuestra temperatura descendería a unos

pocos grados sobre el cero absoluto y no haría falta refrigeración adicional. Una

atención perpetua, y gratis.

Siguiendo esa lógica, llegó al último punto de su argumento: si se requieren

unos años para arribar al frío interestelar, nos conviene quedarnos despiertos para

presenciar el espectáculo, y que se nos congele rápidamente sólo al abandonar el

sistema solar. También se lograría así reducir al mínimo nuestra dependencia con

respecto a la criogenia.

Según se comentaba, Hadden había tomado las más sensatas precauciones

para que no se le presentara un inesperado problema médico en la órbita de la

Tierra, hasta el punto de hacerse desintegrar mediante ultrasonido unos cálculos

en el riñón y la vesícula antes de partir rumbo a su mansión del espacio.

Curiosamente, después fue y se murió de shock anafiláctico. Una indignada

abeja salió zumbando de un ramo de flores que una admiradora le envió en el

Narnia; sin embargo, en la bien provista farmacia de Matusalén no existía el

antisuero indicado. No se le podía echar la culpa al insecto, el que probablemente

se había mantenido inmóvil en la bodega del Narnia debido a las bajas

temperaturas. Se envió su cuerpo diminuto y quebrado para que lo examinaran

los entomólogos forenses. La ironía del multimillonario abatido por una abeja no

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