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intentado romper con cinco mil años de una tradición cultural continua. La
reacción de Xi fue tender puentes para vincularse con el pasado de la nación, y
fue así como emprendió cada vez con may or ahínco la excavación de la ciudad
subterránea de Xian.
Fue precisamente allí donde se realizó el gran descubrimiento del ejército de
terracota del emperador que dio su nombre a China. Su nombre oficial era Qin
Shi Huangdi, pero a consecuencia de los caprichos de la transcripción, en
Occidente se le conoció siempre por Tsin. En el siglo III antes de Cristo, Tsin
unificó el país, levantó la Gran Muralla y compasivo, decretó que después de su
muerte se hiciesen muñecos de terracota, de tamaño natural, para reemplazar a
todos aquellos miembros de su séquito —soldados, siervos y nobles— que, según
las antiguas tradiciones, tendrían que haber sido enterrados vivos junto con su
cadáver. El ejército de terracota estaba compuesto por siete mil quinientos
soldados, aproximadamente una división. Como cada uno poseía distintos rasgos
faciales, se advertía que estaban representados todos los pueblos de China. El
Emperador había logrado unificar diversas provincias enemigas para formar una
sola nación. En una sepultura cercana se encontró el cuerpo, en perfecto estado
de conservación, de la marquesa de Tai, funcionaria de poco rango en la corte
del Emperador. La técnica para la preservación de los cadáveres —se advertía
claramente la adusta expresión de la marquesa, producto quizá de largos años de
reprender a la servidumbre— era muy superior a la del antiguo Egipto.
Tsin simplificó la escritura, codificó las ley es, construy ó caminos, terminó la
Gran Muralla y unió el país. También confiscó armas. Pese a que se lo acusaba
de haber dado muerte a los eruditos que criticaban sus medidas, y de quemar
libros por no estar de acuerdo con su contenido, él se vanagloriaba de haber
eliminado la corrupción endémica y haber implantado la paz y el orden. Xi
recordó la Revolución Cultural. Imaginaba cómo podían conciliarse tendencias
tan conflictivas en el corazón de una sola persona. La arrogancia de Tsin había
alcanzado mayúsculas proporciones; tanto fue así que, para castigar a una
montaña que lo había ofendido, ordenó desnudarla de su vegetación y pintarla de
rojo, el color que usaban los criminales condenados. Tsin fue grandioso, pero
también un loco. ¿Acaso podía unificarse un grupo de países beligerantes sin estar
un poco mal de la cabeza? Había que ser demente para intentarlo, le comentó Xi
a Ellie, con una carcajada.
Cada vez más fascinado, Xi organizó masivas excavaciones en Xian. Poco a
poco fue convenciéndose de que allí también y acía el mismo emperador Tsin,
perfectamente conservado, en algún sepulcro próximo al ejército de terracota y a
descubierto. Según los escritos antiguos, también se hallaba en las inmediaciones,
debajo de un alto monte, una maqueta de lo que era la nación china en el 210
antes de Cristo, con una representación precisa hasta el último templo y pagoda.
Los ríos, se decía, estaban hechos de mercurio, para que la nave imperial en