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Ellie trató de contener el asco para examinar el insecto con los ojos de Ken.
—Mira lo que hace. Si fuera tan grande como tú o yo, aterrorizaría a todo el
mundo. Sería un verdadero monstruo, ¿no? Pero es pequeña. Se alimenta de
hojas, no molesta a nadie y añade un poco de hermosura a la naturaleza.
Ellie le tomó la mano que no tenía ocupada con la oruga, y continuaron
paseando en silencio junto a las hileras de nombres, inscritos en orden
cronológico de fallecimiento. Desde luego, eran sólo las bajas de los
norteamericanos. No existía un monumento semejante en todo el planeta, salvo
en el corazón de sus familiares y amigos, para conmemorar a los dos millones de
asiáticos que también habían muerto en la lucha. En los Estados Unidos, el
comentario que más se oía respecto de la guerra era acerca del debilitamiento
militar debido a causas políticas, explicación del mismo tenor psicológico que la
« puñalada en la espalda» con que los militaristas alemanes pretendían justificar
su derrota en la Primera Guerra Mundial. La guerra de Vietnam era una pústula
en la conciencia nacional que ningún presidente había tenido el coraje de
extirpar. (La subsiguiente política adoptada por la República Democrática de
Vietnam no facilitó en nada la tarea). Ellie recordaba lo habitual que era oír a los
soldados norteamericanos referirse a sus adversarios vietnamitas llamándolos
« mugrientos» , « ojos torcidos» o cosas peores. ¿Seríamos capaces de alcanzar
la próxima etapa de la historia humana sin erradicar primero esta tendencia a
deshumanizar al adversario?
En la vida diaria, Der Heer no hablaba como académico. Si alguien lo
encontraba en el quiosco de la esquina comprando el periódico, jamás se daría
cuenta de que era un hombre de ciencia. No había perdido su acento de las calles
de Nueva York. Al principio, a sus colegas les resultaba divertida la incongruencia
que había entre su lenguaje y la calidad de sus trabajos científicos. Después, a
medida que lo conocían mejor como persona y como investigador, tomaban su
manera de hablar sólo como una peculiaridad suya.
Tardaron en darse cuenta de que se estaban enamorando, pese a lo obvio que
era para los demás. Unas semanas antes, cuando se hallaba aún en Argos,
Lunacharsky comenzó a despotricar contra la irracionalidad del lenguaje. Esta
vez le tocó el turno al inglés norteamericano.
—Ellie, ¿por qué la gente dice « cometer nuevamente el mismo error» ? ¿Qué
le agrega « nuevamente» a la oración? ¿Y acaso no es cierto que burn up y burn
down [1] significan lo mismo?
Asintió con desgana. Más de una vez le había oído quejarse ante sus colegas
soviéticos por las incoherencias del idioma ruso y estaba segura de que lo mismo
le oiría respecto del francés en la conferencia de París. Ella aceptaba de buen
grado que los idiomas tuvieran ciertos rasgos poco felices, pero pensando que se
habían formado a partir de tantas fuentes, como respuesta a tantas presiones,
sería un milagro que fuesen del todo coherentes y precisos. No obstante, como a