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Contacto - Carl Sagan

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Ellie trató de contener el asco para examinar el insecto con los ojos de Ken.

—Mira lo que hace. Si fuera tan grande como tú o yo, aterrorizaría a todo el

mundo. Sería un verdadero monstruo, ¿no? Pero es pequeña. Se alimenta de

hojas, no molesta a nadie y añade un poco de hermosura a la naturaleza.

Ellie le tomó la mano que no tenía ocupada con la oruga, y continuaron

paseando en silencio junto a las hileras de nombres, inscritos en orden

cronológico de fallecimiento. Desde luego, eran sólo las bajas de los

norteamericanos. No existía un monumento semejante en todo el planeta, salvo

en el corazón de sus familiares y amigos, para conmemorar a los dos millones de

asiáticos que también habían muerto en la lucha. En los Estados Unidos, el

comentario que más se oía respecto de la guerra era acerca del debilitamiento

militar debido a causas políticas, explicación del mismo tenor psicológico que la

« puñalada en la espalda» con que los militaristas alemanes pretendían justificar

su derrota en la Primera Guerra Mundial. La guerra de Vietnam era una pústula

en la conciencia nacional que ningún presidente había tenido el coraje de

extirpar. (La subsiguiente política adoptada por la República Democrática de

Vietnam no facilitó en nada la tarea). Ellie recordaba lo habitual que era oír a los

soldados norteamericanos referirse a sus adversarios vietnamitas llamándolos

« mugrientos» , « ojos torcidos» o cosas peores. ¿Seríamos capaces de alcanzar

la próxima etapa de la historia humana sin erradicar primero esta tendencia a

deshumanizar al adversario?

En la vida diaria, Der Heer no hablaba como académico. Si alguien lo

encontraba en el quiosco de la esquina comprando el periódico, jamás se daría

cuenta de que era un hombre de ciencia. No había perdido su acento de las calles

de Nueva York. Al principio, a sus colegas les resultaba divertida la incongruencia

que había entre su lenguaje y la calidad de sus trabajos científicos. Después, a

medida que lo conocían mejor como persona y como investigador, tomaban su

manera de hablar sólo como una peculiaridad suya.

Tardaron en darse cuenta de que se estaban enamorando, pese a lo obvio que

era para los demás. Unas semanas antes, cuando se hallaba aún en Argos,

Lunacharsky comenzó a despotricar contra la irracionalidad del lenguaje. Esta

vez le tocó el turno al inglés norteamericano.

—Ellie, ¿por qué la gente dice « cometer nuevamente el mismo error» ? ¿Qué

le agrega « nuevamente» a la oración? ¿Y acaso no es cierto que burn up y burn

down [1] significan lo mismo?

Asintió con desgana. Más de una vez le había oído quejarse ante sus colegas

soviéticos por las incoherencias del idioma ruso y estaba segura de que lo mismo

le oiría respecto del francés en la conferencia de París. Ella aceptaba de buen

grado que los idiomas tuvieran ciertos rasgos poco felices, pero pensando que se

habían formado a partir de tantas fuentes, como respuesta a tantas presiones,

sería un milagro que fuesen del todo coherentes y precisos. No obstante, como a

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