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Contacto - Carl Sagan

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pese a todos los ensay os para la ocasión, prorrumpió en estremecedores sollozos.

Sorprendido por su dolor, Staughton se acercó a consolarla, pero ella lo detuvo

con un gesto y, con gran esfuerzo, logró dominarse. Ni siquiera en un momento

así podía abrazarlo. Eran dos extraños, mínimamente unidos por un cadáver. No

obstante comprendía, en lo profundo de su ser, que se había equivocado al culpar

a Staughton por la muerte de su padre.

—Tengo algo para ti —dijo él, y buscó dentro de la bolsa. Mientras revolvía el

contenido, Ellie alcanzó a ver una billetera en símil cuero y un envase para

dentaduras postizas, lo cual le hizo desviar la mirada. Por último, él extrajo un

viejo sobre.

Para Eleanor, decía. Al reconocer la letra de su madre, hizo ademán de

tomarlo, pero Staughton dio un paso atrás, con el sobre delante de la cara, como

si Ellie hubiese pretendido agredirlo.

—Aguarda —dijo—. A pesar de que nunca nos hemos llevado bien, te pido un

favor: no leas la carta hasta esta noche.

Transido de dolor, el hombre parecía diez años más viejo.

—¿Por qué?

—Es tu pregunta preferida. ¿Es demasiado pedirte que me concedas este

único favor?

—Tienes razón. Perdóname.

Staughton la miró de hito en hito.

—No sé qué te sucedió en esa Máquina —dijo—, pero a lo mejor te sirvió

para cambiar.

—Eso espero, John.

Llamó a Joss para preguntarle si podía hacerse cargo de la ceremonia

fúnebre.

—No necesito decirle que no soy practicante de ninguna religión, pero en

cierta época mi madre sí lo era. Usted es la única persona a quien se lo pediría y

estoy segura de que mi padrastro no pondrá inconvenientes. —Joss le prometió

que viajaría en el primer vuelo.

En su habitación del hotel tomó el sobre y acarició cada uno de sus pliegues y

arrugas. Era viejo. Su madre debía de haberlo escrito años atrás y seguramente

lo habría llevado en algún rincón de su cartera, sin decidirse nunca a

entregárselo. Como no daba la impresión de que alguien lo hubiese abierto y

vuelto a pegar, se preguntó si Staughton lo habría leído. Una parte de ella ansiaba

abrirlo, pero cierto presentimiento le impedía tomar la decisión. Largo rato

permaneció sentada en un sillón, pensando, con las piernas encogidas y el

mentón apoy ado sobre las rodillas.

Sonó entonces la campana de su telefax, que estaba conectado con la

computadora de Argos. Pese a que el sonido le recordó tiempos idos, sabía que

no había una verdadera urgencia. Si la máquina había encontrado algo, no iba a

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