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radio para la astronomía, pero precisamente, dado que dichas frecuencias
constituían un canal libre, de vez en cuando los militares no podían resistir la
tentación de utilizarlas. Si alguna vez se producía una guerra mundial, quizá los
radioastrónomos serían los primeros en enterarse, con sus ventanas abiertas a un
cosmos rebosante de órdenes dirigidas a los satélites de evaluación de daños que
giraban en órbita geosincrónica y órdenes cifradas de ataque remitidas a
distantes y estratégicos puestos de avanzada. Aun no habiendo tráfico militar, por
el hecho de escuchar mil millones de frecuencias a un mismo tiempo los
astrónomos sabían que siempre había cierta interferencia producida
generalmente por relámpagos, el arranque de los automóviles, transmisiones en
directo vía satélite. Sin embargo, las computadoras tenían sus números, conocían
sus características y sistemáticamente hacían caso omiso de ellas. Ante la
presencia de señales más ambiguas, la computadora escuchaba con más
atención y se aseguraba de que no correspondieran a ningún tipo de datos que
ella estuviera programada para entender. De vez en cuando sobrevolaba la zona
algún avión electrónico del servicio secreto en misión de entrenamiento, y Argos
de pronto captaba señales inconfundibles de vida inteligente. No obstante,
siempre resultaba ser vida de tipo peculiar, inteligente hasta cierto punto, y
apenas extraterrestre. Unos meses antes un F-29E con sofisticado instrumental
electrónico, había volado sobre esa zona a veinticuatro mil metros de altitud,
haciendo sonar la alarma de los ciento treinta y un telescopios. Para los ojos no
militares de los astrónomos, la señal radial era lo suficientemente compleja
como para constituir el primer mensaje proveniente de una civilización
extraterrestre. Luego comprobaron que el telescopio emplazado más al oeste
había captado la señal un minuto antes que el ubicado más al este, y muy pronto
llegaron a la conclusión de que se trataba de un objeto que cruzaba por la delgada
capa de aire que rodea la Tierra, y no de una emisión de radio enviada por una
civilización habitante del recóndito espacio. Casi con certeza ésa sería igual.
Había introducido los dedos de la mano derecha en cinco casilleros de una
caja que tenía sobre el escritorio. Desde que inventó ese sistema, podía ahorrarse
media hora por semana aunque en realidad no tenía mucho que hacer en esos
treinta minutos de sobra.
—Y yo le conté todo a la señora de Yarborough, la mujer que ocupa la cama
de al lado ahora que se murió la señora de Wertheimer. No es que desee
echarme incienso, pero y o me atribuyo gran parte del mérito por tus éxitos.
—Sí, mamá.
Controló el brillo de sus uñas y decidió que todavía les hacía falta un minuto
más.
—Me estaba acordando de aquella vez, cuando ibas a cuarto grado.
¿Recuerdas? Llovía a cántaros, y como no querías ir a la escuela, me pediste que
escribiera al día siguiente un justificativo que habías caído enferma. Yo me