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Contacto - Carl Sagan

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distinguir una inmensa nube de polvo en forma de espiral, un disco que al parecer

se introducía en un agujero negro de sorprendentes proporciones, del cual partían

fogonazos de radiación. Si ése era el centro de la Galaxia, como sospechaba,

estaría bañado en radiación sincrotrónica. Deseó que los extraterrestres se

acordaran de lo frágiles que eran los humanos.

A medida que el dodecaedro giraba, su campo visual abarcó… un prodigio,

una maravilla, un milagro. Casi en el acto se hallaron delante de él, de ese algo

que ocupaba medio cielo. Al sobrevolarlo, notaron que su superficie eran cientos,

miles quizá, de puertas iluminadas, cada una de distinta forma. Muchas eran

poligonales, circulares, otras poseían apéndices protuberantes o una secuencia de

círculos superpuestos, levemente desviados del centro. Ellie comprendió que se

trataba de puertos de amarre; algunos, de escasos metros de tamaño, mientras

que otros medían kilómetros de largo, o más. Cada uno —supuso— era un gálibo

para máquinas interestelares, como la que utilizaban ellos. Las criaturas

importantes, dueñas de complejas máquinas, poseían imponentes puertos de

amarre. A las criaturas insignificantes, como los humanos, les estaban destinados

atracaderos minúsculos. Se trata de un planteamiento democrático, sin privilegios

hacia civilización alguna. La diversidad de puertos era un indicio de ciertas

diferencias sociales entre las civilizaciones, pero sugería una pavorosa diversidad

de seres y culturas. ¡Como si fuera la estación ferroviaria Grand Central, de

Nueva York!, pensó.

La perspectiva de una Galaxia poblada, de un universo rebosante de vida e

inteligencia, le dio deseos de llorar de alegría.

Se aproximaban a un puerto con iluminación amarilla que, según advirtió, era

el gálibo justo para el dodecaedro en el que viajaban. Reparó en un puerto

contiguo donde un objeto, del tamaño del dodecaedro pero con forma de estrella

de mar, se insinuaba suavemente bajo su gálibo. Miró a diestra y siniestra, arriba

y abajo, estudió la curvatura casi imperceptible de esa estación Grand Central,

situada, en su opinión, en el centro mismo de la Vía Láctea. ¡Qué reivindicación

para la especie humana que por fin los hubiesen invitado allí! « Aún nos quedan

esperanzas» , se dijo. « ¡Nos quedan esperanzas!» .

—Bueno, esto no es Bridgeport —comentó en voz alta, mientras concluía en

silencio la maniobra de amarre.

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