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pasado la vida al aire libre, y ojerosos estudiantes de la Universidad de Arizona.
Había indios navajos que vendían corbatas de seda y baratijas a precios
exorbitantes, un mínimo trastocamiento de las históricas relaciones comerciales
entre los blancos y los nativos norteamericanos. Soldados con permiso, de la base
Davis-Monthan, de la Fuerza Aérea, se dedicaban a mascar tabaco y chicles. Un
elegante hombre de pelo blanco y costoso traje, debía de ser ranchero. Había
gente que habitaba en tugurios y en rascacielos, en ranchos de adobe, en
dormitorios colectivos, en casas rodantes. Algunos acudían porque no tenían nada
mejor que hacer; otros, porque querían contarles a sus nietos que habían estado
allí. Algunos llegaban con la esperanza de que todo fuera un fracaso; otros
anhelaban la presencia de un milagro. Sonidos de serena devoción, calurosa
hilaridad y éxtasis místico se elevaban de la muchedumbre y ascendían hacia el
cielo de la tarde. Unas pocas cabezas observaron sin mucho interés la caravana
de automóviles, todos con la inscripción DIRECCIÓN DE AUTOMOTORES
DEL GOBIERNO DE LOS ESTADOS UNIDOS.
Algunos habían bajado la puerta trasera de las camionetas para almorzar;
otros compraban mercaderías de vendedores ambulantes que audazmente
promocionaban como RECUERDOS DEL ESPACIO. Había largas colas frente a
unos pequeños compartimientos con capacidad máxima para una sola persona,
que Argos había tenido la gentileza de instalar. Los niños correteaban entre los
vehículos, las bolsas de dormir, las mantas y las mesas portátiles de picnic, sin
que los adultos les llamaran la atención, salvo cuando se acercaban demasiado a
la carretera o al cerco que circundaba el Telescopio 61, donde un grupo de
jóvenes adultos, de camisas color azafrán, entonaba solemnemente la sagrada
sílaba « Om» . Había afiches con imaginativas representaciones de los seres
extraterrestres, algunas de las cuales se habían hecho famosas en películas y
revistas de historietas. Uno de ellos decía: « Hay Seres Extraños Entre Nosotros» .
Un hombre con aros de oro se afeitaba utilizando el espejo lateral de un
tocadiscos. Una mujer con poncho levantó su taza de café a guisa de saludo al
pasar el convoy de autos oficiales.
Cuando se acercaban al nuevo portón principal, próximo al Telescopio 101,
Ellie alcanzó a ver a un hombre joven que, desde una tarima, arengaba a una
nutrida multitud. Llevaba puesta una camiseta en la que aparecía la Tierra en el
momento de recibir el impacto de un ray o celeste. Advirtió también que, en el
gentío, había otras personas con el mismo atuendo enigmático. Tras cruzar la
verja, a petición de Ellie estacionaron a un lado del camino, bajaron los cristales
y se pusieron a escuchar. El orador quedaba de espaldas, de modo que podían ver
los rostros conmovidos de los oyentes.
—… y otros aseguran que hay un pacto con el demonio, que los científicos
vendieron su alma al diablo. Hay piedras preciosas dentro de cada uno de estos
telescopios. —Con un ademán señaló el 101—. Eso lo reconocen hasta los