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Retablo del Alto Aragón - Instituto de Estudios Altoaragoneses

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COSTUMBRES Y LENGUA ARAGONESA<br />

correr y para po<strong>de</strong>r hacerlo más <strong>de</strong>prisa se iba sacando la fal<strong>de</strong>ta<br />

<strong>de</strong> la camisa, con lo que iba sembrando <strong>de</strong> peras el camino y aligerando<br />

su peso. Ahora no era solo la mujer la que gritaba; se habían<br />

añadido el hombre y los hijos, formando un coro que sonaba:<br />

«¡Furtaperas, furtaperas!».<br />

A él le dolía este insulto y sintió no haber encontrado la cabra<br />

para compensar <strong>de</strong> algún modo las peras con un cuenco <strong>de</strong> leche<br />

para los niños <strong>de</strong> los agresores.¡Cuántas veces cuando cuidaba sus<br />

cabras había ofrecido un trago a los caminantes! Porque Migalón<br />

no iba a la escuela, sino que se <strong>de</strong>dicaba a cuidar cuatro cabras y<br />

algunos cor<strong>de</strong>ros, pues su padre estaba viviendo y él no podía permitirse<br />

el lujo <strong>de</strong> estudiar.<br />

Cuando estuvo lo bastante lejos <strong><strong>de</strong>l</strong> huerto como para consi<strong>de</strong>rarse<br />

libre <strong>de</strong> sus dueños, se le planteó el dilema <strong>de</strong> volver a su casa<br />

sin la cabra o <strong>de</strong> seguir su odisea. A<strong>de</strong>más, ¡cualquiera volvía a<br />

pasar por el pueblo <strong>de</strong> las peras! Ante esta última reflexión <strong>de</strong>cidió<br />

seguir caminando hacia abajo. Al caer la noche se metió a dormir<br />

en una caseta <strong>de</strong> campo, aunque no pudo hacerlo a gusto porque<br />

una lechuza le estuvo chistando toda la noche.<br />

Al salir el sol los pájaros cantaban <strong>de</strong> alegría pero a él se le saltaban<br />

las lágrimas <strong>de</strong> tristeza. Siguió caminando y <strong>de</strong>s<strong>de</strong> un tozal,<br />

al que se subió a ver si localizaba la cabra, divisó un pueblo muy<br />

gran<strong>de</strong>, <strong><strong>de</strong>l</strong> que subían al cielo cohetes que causaban un gran<br />

estruendo. Era Graus. Allí se dirigió. Aquello no era un pueblo, era<br />

una pequeña ciudad que ardía en fiestas en sus calles. Él lo miraba<br />

todo con ojos atónitos y, tal vez por verlo tan solo, unas mozetas<br />

le dieron torta y un trago <strong>de</strong> vino. Esto lo reconfortó y recorrió<br />

todo Graus; vio los danzantes, la Virgen <strong>de</strong> la Peña, etc., pero<br />

aquella plaza con esos pórticos le pareció la más bella <strong><strong>de</strong>l</strong> mundo.<br />

Claro que él no había visto mundo y malamente podía haber visto<br />

otra mejor. Sí que había tenido ocasión <strong>de</strong> observar pinturas murales<br />

románicas en alguna ermita, pero al lado <strong>de</strong> aquellas alegorías<br />

neoclásicas le parecían monigotes.<br />

Cuando más ensimismado y admirado <strong>de</strong>ambulaba, vio un<br />

muñeco colgado al que hacían dar más vueltas que a una reina<strong>de</strong>ra<br />

al mismo tiempo que gritaba la chiquillería: «¡Furtaperas,furtaperas!».<br />

No sabía si aquellos gritos se los dirigían al muñeco o a él. No<br />

tuvo tiempo <strong>de</strong> dilucidarlo porque echó a correr y no paró hasta<br />

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