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Retablo del Alto Aragón - Instituto de Estudios Altoaragoneses

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RETABLO DEL ALTO ARAGÓN<br />

88<br />

En pocas palabras, Ansó me parece una síntesis <strong>de</strong> la i<strong>de</strong>ntidad<br />

aragonesa.<br />

Cuando, siendo niño, subí a Ansó, lo hice en la caja <strong>de</strong> un<br />

camión y me impresionó la Foz <strong>de</strong> Biniés, como una inmensa puerta<br />

que daba acceso a la villa que nos iba a acoger. Nos alojamos al<br />

principio en el Hotel <strong>de</strong> la Plaza, <strong>de</strong> don<strong>de</strong> pasamos a una casa <strong>de</strong><br />

la calle Mayor, don<strong>de</strong> comenzó mi integración en la vida <strong><strong>de</strong>l</strong> pueblo.<br />

Cerca <strong>de</strong> don<strong>de</strong> yo vivía había una plazeta, en una <strong>de</strong> cuyas casas<br />

la dueña vestía, habitualmente, la toca y los atavíos ansotanos. Su<br />

bello rostro recordaba el <strong>de</strong> una madona, cuya blancura resaltaba<br />

enmarcada por la toca. Parecía una gran señora, pero a<strong>de</strong>más lo<br />

era, porque mi hermano menor Jesús, que tenía tres años, le mató<br />

unos pollitos y cuando fuimos a pedir excusas y a pagarlos no solo<br />

no nos quiso cobrar, sino que disculpó la travesura <strong><strong>de</strong>l</strong> niño. Ahora<br />

doy más importancia al hecho, porque a más <strong>de</strong> un ansotano le han<br />

hecho pagar daños que han causado media docena <strong>de</strong> ovejas en un<br />

trigo, que a lo mejor estaba sembrado en una cabañera.<br />

Y volviendo a los pollos, entonces los criaban las dueñas con el<br />

mimo con que hoy se cría a un niño... En esos carasoles la vieja<br />

hilaba, el tejedor tejía, la gallina escarbaba, el ciego tañía y la niña<br />

cantaba al bebé: «¡Teje, teje, tejedor, garras, garras <strong>de</strong> traidor!».<br />

El tejedor llevaba su teje-maneje, pero <strong>de</strong>s<strong>de</strong> luego que no<br />

tenía garras y menos <strong>de</strong> traidor. El niño pequeño que todavía era<br />

menos traidor, agitaba sus manos como si tejiese, alternaba el<br />

movimiento <strong>de</strong> sus pies, como si estuviese moviendo el telar por<br />

medio <strong>de</strong> pedales y mostraba una gran alegría al oír eso <strong>de</strong> «garras,<br />

garras <strong>de</strong> traidor». El contraste entre la inocencia infinita <strong><strong>de</strong>l</strong> niño<br />

y la acusación <strong>de</strong> traidor que se repetía gozosamente al ritmo <strong><strong>de</strong>l</strong><br />

cuneo, provocaba la risa <strong>de</strong> todos. Risa esencial, risa maternal, risa<br />

existencial.<br />

Todo era ritmo en el carasol, el subir y bajar <strong><strong>de</strong>l</strong> huso, el tejemaneje<br />

<strong><strong>de</strong>l</strong> tejedor, el escarbar <strong>de</strong> la gallina, el tañer <strong><strong>de</strong>l</strong> ciego y el<br />

cri-cri <strong>de</strong> la cigarra en el árbol. El burro, atado a una herradura<br />

clavada en la pared, parecía dirigir la orquesta, pero no con una<br />

batuta, sino con dos, que eran sus largas orejas. Se posaba un tábano<br />

en su oreja izquierda, lo espantaba con su movimiento y se posaba<br />

en la oreja <strong>de</strong>recha, en una constante pugna tábano-asnal en la<br />

que no había vencedor ni vencido, pero sí movimiento continuo.

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