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Cementerio de animales - Stephen King

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Jud volvió a pararse y le dijo:<br />

—Escalones. Están tallados en la roca. Hay cuarenta y dos o cuarenta y<br />

cuatro, no recuerdo exactamente. Tú sígueme. Cuando lleguemos arriba y a no<br />

habrá que andar más.<br />

Empezó a subir y Louis le siguió.<br />

Los escalones eran bastante anchos, pero la sensación <strong>de</strong> apartarse <strong>de</strong>l suelo<br />

resultaba inquietante. De vez en cuando, bajo sus suelas crujían guijarros y<br />

fragmentos <strong>de</strong> piedra.<br />

« … doce… trece… catorce…» .<br />

El viento era ahora más fuerte y más frío. Louis tenía la cara insensible.<br />

« ¿Estaremos por encima <strong>de</strong> las copas <strong>de</strong> los árboles?» , se preguntó. Levantó la<br />

mirada y vio millones <strong>de</strong> estrellas, luces frías en la oscuridad. Nunca en la vida<br />

las estrellas le habían hecho sentirse tan pequeño, infinitesimal, insignificante. Se<br />

formuló la vieja pregunta: « ¿Habrá seres inteligentes ahí arriba?» . Y la i<strong>de</strong>a, en<br />

lugar <strong>de</strong> suscitar una ensoñadora curiosidad, le produjo un vivo horror, como si<br />

acabara <strong>de</strong> preguntarse a sí mismo qué le parecería comerse un puñado <strong>de</strong><br />

hormigas.<br />

« … veintiséis… veintisiete… veintiocho…» .<br />

« ¿Quién tallaría estos escalones, por cierto? ¿Los indios? ¿Los micmacs?<br />

¿Manejaban herramientas? Tengo que preguntárselo a Jud» . Entonces se acordó<br />

<strong>de</strong> la cosa que se había acercado a ellos en el bosque. Tropezó con un escalón y<br />

con el dorso <strong>de</strong> su enguantada mano buscó el apoy o <strong>de</strong> la pared que tenía a la<br />

izquierda. La notó áspera, estriada y rugosa. « Como una piel reseca y gastada» ,<br />

pensó.<br />

—¿Vas bien, Louis? —murmuró Jud.<br />

—Muy bien —dijo, aunque estaba casi sin aliento y tenía los brazos dormidos<br />

por el peso <strong>de</strong> Church.<br />

« … cuarenta y dos… cuarenta y tres… cuarenta y cuatro…» .<br />

—Cuarenta y cinco —dijo Jud—. Lo había olvidado. Hace doce años que no<br />

subía, y no creo que vuelva. Ajá… ¡Arriba!<br />

Agarró <strong>de</strong>l brazo a Louis para ay udarle a subir el último escalón.<br />

—Ya hemos llegado —dijo Jud.<br />

Louis miró en <strong>de</strong>rredor. Se veía bastante bien a la luz <strong>de</strong> las estrellas. Estaban<br />

en una plataforma rocosa sembrada <strong>de</strong> cascajo, que asomaba <strong>de</strong> la tierra que se<br />

extendía más allá como una lengua oscura. Al otro lado, por don<strong>de</strong> habían<br />

venido, se veían las copas <strong>de</strong> los abetos. Al parecer, habían subido a lo alto <strong>de</strong> una<br />

especie <strong>de</strong> mesa, un acci<strong>de</strong>nte geológico más propio <strong>de</strong> Arizona o Nuevo<br />

México. Allí arriba, en lo alto <strong>de</strong> la mesa —o colina achatada o lo que fuera—,<br />

no había árboles, sino sólo hierba, por lo que el sol había fundido la nieve. Al<br />

volverse hacia Jud, Louis vio unos matorrales que se agitaban al viento y<br />

<strong>de</strong>scubrió que no se encontraban en una cumbre aislada, sino que <strong>de</strong>lante <strong>de</strong> ellos

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