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Cementerio de animales - Stephen King

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Mientras Jud Crandall, sentado en su mecedora, acechaba el regreso <strong>de</strong> Louis<br />

<strong>de</strong>s<strong>de</strong> el mirador y mientras Rachel y Ellie viajaban por la autopista hacia la<br />

casa <strong>de</strong> los Goldman (Rachel, mordiéndose las uñas, sin po<strong>de</strong>r sustraerse a la<br />

angustia y Ellie, pálida como una muerta), Louis consumía una copiosa e insípida<br />

cena en el comedor <strong>de</strong>l Howard Johnson.<br />

La comida era abundante y sosa: exactamente lo que le pedía el cuerpo. Ya<br />

había oscurecido. Los faros <strong>de</strong> los automóviles parecían <strong>de</strong>dos que palparan las<br />

sombras. Louis engullía la comida. Un bistec. Una patata al horno. Una fuente <strong>de</strong><br />

judías <strong>de</strong> un ver<strong>de</strong> chillón y artificial. Un trozo <strong>de</strong> tarta <strong>de</strong> manzana con un<br />

copete <strong>de</strong> helado a medio <strong>de</strong>rretir. Louis estaba en una mesa <strong>de</strong> un rincón,<br />

observando a los que entraban y salían, mientras se preguntaba si vería a algún<br />

conocido. En el fondo, casi lo <strong>de</strong>seaba. Le harían preguntas —« ¿Y Rachel? ¿Qué<br />

haces aquí? ¿Cómo estás?» — y quizá las preguntas traerían complicaciones, y<br />

quizá eran complicaciones lo que él estaba <strong>de</strong>seando. Una escapatoria.<br />

Y, efectivamente, cuando Louis terminaba su tarta <strong>de</strong> manzana y la segunda<br />

taza <strong>de</strong> café, entró una pareja conocida, Rob Grinnell, un médico <strong>de</strong> Bangor y<br />

Bárbara, su bonita esposa. Él <strong>de</strong>seaba que le vieran, sentado a aquella mesa<br />

individual <strong>de</strong>l rincón, pero la camarera los llevó a los divanes <strong>de</strong>l otro lado <strong>de</strong>l<br />

comedor, y Louis los perdió <strong>de</strong> vista y sólo <strong>de</strong> vez en cuando divisaba<br />

fugazmente el pelo prematuramente gris <strong>de</strong> Grinnell.<br />

La camarera le trajo la cuenta y Louis la firmó, anotó el número <strong>de</strong> su<br />

habitación <strong>de</strong>bajo <strong>de</strong> la firma y salió por la puerta lateral.<br />

Fuera soplaba un fuerte vendaval con un rugido constante que hacía zumbar<br />

<strong>de</strong> modo extraño los cables <strong>de</strong> la electricidad. No había estrellas y se intuía en las<br />

alturas un <strong>de</strong>sfile <strong>de</strong> nubes a gran velocidad. Louis se quedó unos momentos<br />

plantado en la acera, con las manos en los bolsillos y la cara al viento. Luego, dio<br />

media vuelta, subió a su habitación y conectó el televisor. Aún era temprano para<br />

hacer algo en serio, y no se sabía lo que podía traer aquel viento. Ponía nervioso.<br />

Louis vio cuatro horas <strong>de</strong> televisión, ocho telefilmes <strong>de</strong> un tirón. Hacía mucho<br />

tiempo que no pasaba tanto rato <strong>de</strong>lante <strong>de</strong>l televisor. Le pareció que todas las<br />

protagonistas eran lo que él y sus amigos <strong>de</strong> la escuela secundaria llamaban<br />

« calientabraguetas» .<br />

En Chicago, Dory Goldman exclamaba: « ¿Que quieres volver? ¿Por qué,<br />

hijita? ¡Si acabas <strong>de</strong> llegar!» .<br />

En Ludlow, Jud Crandall, sentado en su mirador, fumando y bebiendo<br />

cerveza, repasaba su álbum <strong>de</strong> recuerdos mientras esperaba el regreso <strong>de</strong> Louis.<br />

Más tar<strong>de</strong> o más temprano, Louis tenía que volver a casa, lo mismo que la perra

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