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Volumen VI - Novela - Banco de Reservas

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COLECCIÓN PENSAMIENTO DOMINICANO | Vo l u m e n <strong>VI</strong> | NOVELA<br />

Aquel periódico, que le envió intencionalmente Can<strong>de</strong>laria, había causado en ella una revolución.<br />

Des<strong>de</strong> aquel día no comió con gusto, ni durmió con sosiego, ni vivió sin penas.<br />

¡Eugenia María, sacrificándose <strong>de</strong> una manera tan noble, tan generosa, tan abnegada,<br />

por el amor que tenía a Enrique! Eso no la <strong>de</strong>jaba tranquila un momento.<br />

Aquella carta tan sentida, tan apasionada, tan conmovedora, en que se <strong>de</strong>spedía <strong>de</strong> él,<br />

con la ternura y resignación <strong>de</strong> una mártir, y en la que le <strong>de</strong>seaba las felicida<strong>de</strong>s <strong>de</strong> su nuevo<br />

amor, la había leído Engracia, dos, tres y más veces, a pesar <strong>de</strong> que hubiera querido no<br />

haberla visto nunca. Siempre que la leía se preguntaba con el mayor <strong>de</strong>sconsuelo:<br />

—¿Seré yo culpable? ¿Habré venido yo a causar la <strong>de</strong>sgracia <strong>de</strong> una mujer buena?…<br />

¿Pero, busqué yo a Enrique? ¿Me he valido <strong>de</strong> medios indignos para alcanzar su amor?<br />

¿Sabía yo tampoco que él amara a otra, ni que ésta lo amara a él?… ¡Ay! ¡Dios mío! y si es<br />

verdad lo que dice esa Can<strong>de</strong>laria, que el padre y la madre <strong>de</strong> Enrique me odian y me maldicen,<br />

¿qué será <strong>de</strong> mí?… Pero en amándome él –se <strong>de</strong>cía, como sacudiendo el peso <strong>de</strong> todos<br />

esos pensamientos tristes–, ¿necesito yo <strong>de</strong> otra cosa?… ¡Ah! ¡Enrique! ¡Enrique! ¿también<br />

conmigo serás un ingrato? ¡Quién sabe!… No, no pue<strong>de</strong> ser. ¿Por qué pienso en eso?– Y al<br />

hacerse esa pregunta, se llenaba <strong>de</strong> aflicción, y, arrepentida, exclamaba:<br />

—¡Yo soy la ingrata, pobre Enrique! ¡perdóname! ¡Y estar herido! Y no po<strong>de</strong>r verle,<br />

y no haber podido hablarle, sino aquella noche en que a <strong>de</strong>specho <strong>de</strong> Antoñita me fui<br />

a casa <strong>de</strong> don Antonio… Hasta eso, por mi mala suerte: no hallarse Enrique en su casa<br />

<strong>de</strong> familia. ¡Y dirán que no es fatalidad!… ¡Cuánto me habrán murmurado en el pueblo<br />

por haber ido a esa casa! ¿Pero, Dios mío, qué crimen hay en eso? ¿No fui yo con mi<br />

madre?… ¿Se me quita algún pedazo? Estoy segura, segurísima <strong>de</strong> que mi rival hubiera<br />

<strong>de</strong>jado atrás los escrúpulos y hubiera ido cien veces, y estuviera allí, y no se apartaría un<br />

instante <strong>de</strong> su lado. El pueblo hablaría <strong>de</strong> ella, es claro;… ¿qué importa en un caso tan<br />

gran<strong>de</strong> la murmuración <strong>de</strong>l pueblo? A<strong>de</strong>más, la gente es así, habla mucho al principio;<br />

hace <strong>de</strong> un mosquito un elefante, y <strong>de</strong>spués… ¿Después? –se preguntaba <strong>de</strong>teniéndose<br />

en esta reflexión para enseñar, sin quererlo, el fondo <strong>de</strong> su carácter. Ese <strong>de</strong>spués contenía<br />

el tropel <strong>de</strong> sus i<strong>de</strong>as y la hacía revelar su pru<strong>de</strong>ncia y su timi<strong>de</strong>z, a pesar <strong>de</strong>l estado<br />

violento en que se hallaba.<br />

—Dios me libre <strong>de</strong> caer en boca <strong>de</strong> la gente: cuando el pueblo murmura <strong>de</strong>ja el rastro,<br />

<strong>de</strong>ja la mancha, hiere y queda la cicatriz… Pero, no, no, éste no es el caso; yo no he cometido<br />

ningún <strong>de</strong>lito –se apresuraba a contestarse justificándose a sí misma, para seguir en el<br />

<strong>de</strong>sparpajo <strong>de</strong> sus pensamientos.<br />

—¿Acaso don Antonio Díaz no era un hombre <strong>de</strong>cente? ¿Estaba tampoco su querida<br />

en la casa cuando ella y su madre fueron a ver a Enrique? –¡Vamos! exclamaba–, hay que<br />

convenir: yo soy una mujer cobar<strong>de</strong>, ¡cobardísima! No lo niego, lo comprendo; y Enrique<br />

tendrá razón cuando me compare con Eugenia, con mi rival, que no sé por qué la miento,<br />

ni por qué siempre la tengo en la cabeza. “¡Cuánta diferencia! ¡cuánta diferencia!”, se dirá<br />

él en su interior.<br />

IV<br />

Tal era la situación <strong>de</strong> ánimo en que se hallaba la pobre Engracia. No había podido<br />

dar quejas al amante, ni tampoco en las cartas, le había parecido propio hablarle sobre ese<br />

asunto que tanto la atormentaba; era natural que buscase el <strong>de</strong>sahogo <strong>de</strong> su corazón en esas<br />

luchas consigo misma.<br />

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